La directora huésped Catherine Larsen-Maguire dirigió la Orquesta Juvenil Universitaria Eduardo Mata en un programa que incluyó la Sinfonía núm. 40 de Mozart y la Sinfonía núm. 4 de Bruckner (versión de 1878/80). Mozart y Bruckner suelen programarse juntos (en el ciclo de Bruckner de 2017 en el Carnegie Hall, todas las sinfonías menos la Octava incluyeron a Mozart en la primera parte), y con razón: Bruckner suele caracterizarse como el más conservador de los compositores románticos (Simon Rattle describe la música de Bruckner como «ritmos clásicos con armonías románticas»), lo que lo vincula con el mundo de Mozart.
Una orquesta de tamaño reducido ocupó el escenario para la sinfonía de Mozart. La sinfonía comenzó con ligereza y agilidad, con una articulación limpia y unificada y una mezcla equilibrada. Cada tema se presentó con claridad y el contraste entre los diferentes temas se acentuó adecuadamente. Las trompas, los únicos instrumentos de metal de la sinfonía, se integraron bien con el resto de la orquesta. Los movimientos se sucedieron con rapidez, con una música grácil y ligera. Una interpretación impecable, sin que se notara que se trataba de una orquesta juvenil.
Tras un breve intermedio, la orquesta regresó, ahora con casi el doble de integrantes, para interpretar la sinfonía más popular de Bruckner, subtitulada Romántica. El solista de trompa se mostró seguro y preciso, destacando entre las cuerdas en trémolo para enunciar el tema principal del movimiento. Los clímax fueron intensos, con los metales tocando con una potencia impresionante, sin sonar forzados. El famoso «ritmo Bruckner» (2+3) se pasó entre distintos grupos de la orquesta, alcanzando su punto álgido al invertirse en las trompas en el clímax del desarrollo, aunque en ese momento las trompas no llegaron a alcanzar el fortississimo indicado para marcar el momento. Los vientos (en particular la flauta y el oboe) tuvieron partes muy expuestas en este movimiento, las cuales fueron ejecutadas a la perfección. La coda presentó un larguísimo crescendo que aumentó no solo en volumen, sino también en intensidad, otorgándole al movimiento un final apoteósico.
El Adagio contrasta marcadamente con la vibrante energía del primer movimiento, si bien conserva su carácter bruckneriano. Muchas de las críticas que los detractores del siglo XIX lanzaron contra Bruckner (que su música carece de transiciones, que es inconexa, que sus obras son, en palabras de Brahms, «mazacuata sinfónicas») quizás se originen en movimientos como este, donde se presenta un tema, hay una pausa, y la música continúa con el siguiente tema. Sin embargo, esta estructura «inconexa» permite una mayor comprensión de los diferentes temas y de cómo se entrelazan. Todo esto quedó patente en la interpretación: la dirección de Larsen-Maguire demostró una clara y aguda sensibilidad arquitectónica.
El Scherzo, de ritmo ágil y cuyo tema principal se basa en un canto de caza, se desarrolló con la energía adecuada, y los acordes de los metales resonaron en toda la sala. El trío ofreció un respiro contrastante con un tema sencillo que evocaba un paisaje rural austríaco, seguido luego por el tema principal del Scherzo para cerrar el movimiento, con tal eficacia que provocó un aplauso prematuro.
El final es tal vez el movimiento más característicamente bruckneriano de la sinfonía, con todos sus rasgos distintivos: el ritmo Bruckner, los ostinati que experimentan cambios graduales en cada compás, los clímax crecientes, las pausas entre temas y una coda que lo unifica todo. Y encajó a la perfección, como un complejo rompecabezas: la orquestación de Bruckner, con su sonoridad organística, resonó con fuerza, y los interminables trémolos de las cuerdas se interpretaron con constancia e incansable intensidad. Solo en la coda se perdió algo de cohesión; el tempo era un poco rápido para apreciar todos los elementos individuales que se entrelazaban. Sin embargo, el inexorable final de la sinfonía resultó conmovedor, demostrando sin lugar a dudas la altísima calidad de esta orquesta.

