Tras los 25 días que han inundado de música la ciudad de Santander y sus alrededores, alcanzamos el momento de la clausura, con las correspondientes responsabilidades y esperanzas depositadas en tal acontecimiento. El planteamiento, por lo pronto, ilusionaba en lo relativo al programa, protagonizado por la fulgurante tríada Enescu, Bartók y Mahler, así como en virtud de los intérpretes: el avezado Iván Fischer al frente de la Orquesta del Festival de Budapest, de la que es fundador y director musical desde hace más de 30 años. Se trataba, por tanto, de que la propuesta glosase las jornadas precedentes con un espíritu celebratorio y a la altura del buen nivel demostrado. Y todo ello de un modo creciente: desde la quietud dramática de Enescu hasta la elevación al empíreo culminada en Das himmlische Leben.

El ejercicio se inició con el Prélude à l’unisson, perteneciente a la Suite núm. 1, Op.9 del compositor rumano. La partitura, recorrida por la sobriedad de una tonada popular y los giros melancólicos, puso de manifiesto la complicidad de las secciones de cuerda. Así, violines, violas y chelos -que fueron colocados en una única fila y sobre la elevación que más tarde ocuparían contrabajos- desgranaron las delicadas transiciones, privilegiando siempre el timbre recogido y empastado, con un mínimo empleo del vibrato y la sincronización que propicia la escucha interna en el engranaje orquestal, a la manera camerística. Cabe apuntar que la disposición sobre el escenario, configurado durante la totalidad de la primera parte para la exégesis de Bartók, contribuyó a la urdimbre de un sonido unitario, con sendas mitades de los efectivos de violas injertados entre los violines I y los violines II. El resultado: un organismo que respiraba y entonaba con sincronía y limpieza.

A continuación, asistimos a la lectura de la Música para cuerda, percusión y celesta, una de las obras más interesantes del repertorio bartokiano debido a su excelsa orquestación y la explotación de los recursos dinámicos, frecuentemente articulados desde los golpes de arco, el empleo de sordina y los divisi que multiplican los pentagramas. En este sentido, es preciso encomiar el desempeño de los integrantes de la Orquesta del Festival de Budapest, que trazaron una cuidada representación de los efectos consignados por el autor magiar, destacando el contrapunto aportado por la madera y, especialmente, la excelente colaboración de piano, celesta y percusión. Los cuatro movimientos se saldaron con tino regular, si bien lucieron con particular brillo el segundo y el último, a través de grandes despliegues técnicos como los prolongados pasajes de pizzicato.

Tras el intermedio, la conquista del paraíso se consumó merced a la Cuarta sinfonía de Gustav Mahler. Aunque de dimensiones menos apabullantes que la Segunda y la Tercera, Mahler consigue en esta página un refinamiento en múltiples aspectos de su técnica compositiva, resaltando por encima de cualquier otro el coturno demostrado en las transiciones modulares. Pues bien, la figura de Iván Fischer fue fundamental durante la totalidad de la travesía, como evidenció no únicamente el arrojo para dirigir de memoria, sino también la ausencia de precipitación o excesiva languidez en el manejo de los tempi. Esta facultad pudo percibirse en su máximo esplendor a propósito del Ruhevoll, poco adagio, que, junto al número postrero, condensó los mejores momentos -algunos realmente mágicos, como el engarce con Sehr behaglich- de la velada.

La responsabilidad de ello recayó, principalmente, en Fischer, que condujo subordinándose a la escritura mahleriana, con sumo respeto por las indicaciones y su correspondiente traducción sonora. Resaltó, a este respecto, la tranquilidad y sencillez de los gestos: circulares, precisos y con una naturalidad -solo al alcance de quien ha fraguado minuciosamente su profunda comprensión sobre cada compás- que no renunció al control de las extensas progresiones y diminuendos. Asimismo es justo felicitar a Christina Landshamer, cuya voz canora festejó los suculentos placeres culinarios de la vida ultraterrena, así como al resto del apartado solista -mención de honor para los solos del violín con scordatura en la danza macabra y la intervención de corno-.

Las eventuales desafinaciones -por lo demás, siempre producidas en tramos de dificultad extrema- y los pequeños desajustes en los ataques, parecieron mínimos e irrelevantes tras la solidez y completitud ofrecida en el conjunto final. Hay que aplaudir el empaque de la versión brindada por la formación húngara y Fischer, que nos recordaron nuevamente las sublimes cotas a las que puede proyectarnos esta música inefable. El Festival Internacional de Santander, por tanto, concluyó su edición 67 con una sucesión de metonimias que le honra: la que encadena a Gustav Mahler con Budapest, a Budapest con la Budapest Festival Orchestra y a esta con el mayor evento estival de Cantabria. Cuando todos los elementos se coordinan, solo puede ocurrir lo presenciado anoche: el ascenso que nos instala en una felicidad fugaz y plena. 

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