Volver a poner en los atriles de la Orquestra de la Comunitat Valenciana (OCV) El anillo del nibelungo era una apuesta que tenía su parte de riesgo. Incluso con la versión resumida y sin palabras seleccionada por Lorin Maazel, fundador, precisamente, del conjunto. La música de Wagner forma parte del ADN de la orquesta. En la memoria de muchos de los aficionados valencianos aún permanece la impresión que causó la versión dirigida por Zubin Mehta y Carlus Padrissa, que tanta visibilidad dio al coliseo en la primera línea de los circuitos internacionales. Gustavo Gimeno, lejos de arredrarse, hizo una lectura brillante y personal que mantuvo en vilo a los espectadores.
Ésta estuvo precedida por una interpretación de equilibrado sentido constructivo del poema sinfónico Muerte y transfiguración, de Richard Strauss. El director planificó la obra desde la sombría sonoridad que le proporcionaron violas, violines segundos y, después, un taciturno timbal con la pulsión que estará presente a lo largo de la partitura desde el inicio del Andante. Siguió un dramático segundo movimiento en el que no hubo espacio para el sosiego y completó con dinamismo un expansivo tercero. Finalmente, de vuelta al inicio de la obra, armó con calma, pero sin dejar caer la tensión, el entramado que, según el argumento, representa la ascensión y transfiguración del artista fallecido, prevaleciendo la energía propulsora sobre lo místico. Buen ejemplo de esto fueron algunos de los arreones que propició la sólida sección de contrabajos al conjunto.
Y, si Muerte y transfiguración destacó por la consistencia en el relato, El anillo sin palabras lo hizo por su coherencia y teatralidad, pese a carecer del texto. Gimeno dejó en él una impronta igualmente dinámica y no se conformó con que el conjunto brillara en los momentos más rutilantes —mimbres hay para ello—, sino que impuso también un hondo sentido lírico y expresivo cuando así lo requería la partitura. Para conseguirlo contó con la excelencia de la OCV. Todos los solistas estuvieron sobresalientes; flamantes y compactos los bronces, con mención especial para trompeta baja, trompas, tubas wagnerianas y trombón bajo; las maderas, coloristas; enérgicas las cuerdas, precisa y musical la percusión, con su momento de exhibición al pronunciar el motivo de los Nibelungos y forjar el anillo. De algún modo, los profesores y profesoras también se examinaban al poner al descubierto aquello que normalmente transcurre en la discreción que proporciona el foso.
Por destacar el resultado de alguno de estos momentos señalados por Maazel mencionaría la belleza del acuoso acompañamiento (motivo del río Rin) que proporcionó la cuerda al trombón solista en “El rayo de Donner”, cuarta escena de El oro del Rin. En la parte tomada de La valquiria sobresalió la expresividad del chelo solista en “la mirada amorosa” de Sigmund, la energía con la que arrancaron después violas y chelos y el lirismo y el fraseo del “Fuego mágico”. En Sigfrido, descolló, sin duda, la frescura de los solistas en “los murmullos del bosque” y el vuelo que tomó en los clarinetes, solista y bajo, la introducción de la escena del amanecer en la que Sigfrido y Brunilda son los protagonistas. Por último, la emocionante marcha fúnebre de Sigfrido, en El ocaso de los dioses, me hizo recordar la solemne comitiva que, en la puesta en escena de La Fura dels Baus, recorrió el patio de butacas de la Sala Principal del teatro. Por cierto, de mejor acústica que el Auditori donde tuvo lugar el concierto.
De todos modos, este Anillo sin palabras no fue mal preámbulo a El holandés errante, que subirá a las tablas en marzo. La OCV demostró que lleva casi veinte años sin bajar el listón y Gimeno que está a la altura de los más grandes.