La cancelación de la función de El holandés errante del pasado 5 de marzo en Les Arts por motivos meteorológicos tuvo como consecuencia que quien este texto firma no se pudiera sentar el día 8 en la fila reservada frecuentemente a la crítica. La nueva butaca estaba mucho más cerca del escenario y desde ella no se veía el foso. Lejos de representar un problema, esta situación se convirtió en una oportunidad de apreciar la ópera de otra manera. Durante poco más de dos horas me hice a la idea de que el moderno teatro de Calatrava se había transformado como en un cuento en el viejo Festspielhaus de Bayreuth. Por tanto, me predispuse a disfrutar del que se ponía en escena, narrado con primor.
Lejos de mermar mi percepción de la función, esta experiencia acusmática en la parte instrumental acrecentó el placer de la escucha y potenció el sentido del drama, puesto que música y teatro se fundieron en una misma cosa. Era aquello de la Gesamtkunstwerk u obra de arte total, que pretendía Wagner y consiguió muchos años después. Al principio, al no estar advertido de cuando alzaría la batuta el director, el primer acorde tuvo el efecto del chapoteo de una ola que no te esperas en toda la cara. Me sorprendió un acorde fulgurante y fresco, que en los atriles de la Orquestra de la Comunitat Valenciana casi olía a mar. Después, siguieron mil matices radiados desde una sonoridad noble a la que contribuyeron sobremanera los compactos metales graves —¡qué solidez la de la tuba!— y las casi siempre acertadas trompas. Las maderas fueron cambiando de color según convenía, ora sombrías ora luminosas, como si de otro decorado se tratase. Todo, con precisión, perfectamente engranado. Gaffigan marcó tempi vivos y la métrica ternaria del dúo entre El Holandés y Daland casi resultó bailable, subrayando el compadreo que hubo entre ambos durante el primer acto. Tal fue el calado emocional que imprimió a la dirección el americano. Pero, hubo más: cuando el protagonista se mostró atormentado, nada más aparecer, la orquesta sonó de igual manera y cuando se dio cuenta de la actitud que Senta tenía hacia él, casi al final, el breve interludio instrumental evidenció en sonidos sus pensamientos.
El Cor de la Generalitat Valenciana, reforzado en el tercer acto por el Coro de la Comunidad de Madrid para las partes internas, tuvo una actuación igualmente brillante. Su sección masculina fue precisa, compacta y muy musical en su caracterización como marinería. En el segundo acto, la parte femenina como hilanderas, resultó grácil y vivaz, dando continuidad a la buena labor anterior de los hombres. Además, las tonalidades crema del vestuario y la luz casaban muy bien con la tímbrica del conjunto. Finalmente, la sección femenina del Cor y Elisabet Strid en la balada dejaron el clima anímico perfecto al conmovedor dúo de Erik y Senta. No obstante, la soprano, de hermoso legato, sonido bien timbrado y caudal abundante, aunque sin desbordes, no cargó las tintas en esta parte, sino que dejó el dramatismo para el final. Una conclusión que Decker le reserva, diferente a la que quiso Wagner. Stanislas de Barbeyrac lució color de tenor lírico, gusto en el canto y entrega en lo teatral. Por otra parte, Franz-Josef Selig fue un convincente Daland, Eva Kroon una correcta Mary y gustó el color de Moisés Marín en el primer acto como Timonel, aunque el cambio de distancias y posiciones desde las que tuvo que cantar jugaron en su contra. He dejado para el final a Nicholas Brownlee, sin embargo, su protagonismo fue absoluto. Construyó un Holandés subyugante: poderoso en el canto, de sonido rotundo e hipnótico en la intención con la que dijo cada una de sus frases, acompañadas siempre por la convicción en el gesto.

El otro elemento que ayudó a condensar el contenido psicológico del relato fue la escenografía de Willy Decker, que recordaba de alguna manera a la del efectivo Peter Grimes que se presentó en 2018. El movimiento estuvo siempre encajado en la música y la acción transcurrió siempre en el mismo espacio. Un salón empinado en el que se abre y se cierra una puerta descomunal y una galería en la que aparece un gran cuadro viviente en el que se ve el mar surcado por el buque fantasma. No obstante, el relato no fue cerrado. Al morir Senta, otra joven quedó prendada del retrato del Holandés. Así, como en la narrativa oral, el relevo en la transmisión de la historia está asegurado. Puede que su autoría se pierda en la noche de los tiempos, pero otros vendrán y, de nuevo, la contarán.