Presenta la Fundación Scherzo un nuevo concierto de grandes intérpretes, y nos trae en esta ocasión al pianista francés Alexandre Tharaud a involucrar a una audiencia notoriamente escasa en el mundo del “canto y el sonido”, título de las interesantes notas al programa. Tiene este encabezamiento toda la coherencia, tratándose de un recital compuesto por obras de Schubert, Debussy, y Ravel, que son maestros de ambos conceptos, pero desgraciadamente en esta ocasión hubo más bien poco de ellos, con excepción, eso sí, de algunos momentos de genialidad durante los Miroirs del compositor francés.
Comenzó el recital con los Impromptus, D.899 de Schubert, con un acorde singularmente agresivo, poco adecuado al tono consiguiente del primer número, y seguido por la enunciación del tema principal con un fraseo descuidado y una dinámica homogénea. Requiere esta pieza, tal vez la más compleja del grupo, mayor atención a estos elementos para poder estructurar un discurso coherente sin perder la unidad expresiva. No tuvo mejor proyección la interpretación del segundo, el fantástico Allegro, en mi bemol mayor, que se comunica en dos mundos contrastantes de ligereza y exaltación: una velocidad extrema y un pedal omnipresente empañaron la claridad de los ingeniosos tresillos, en favor de la presencia destacada de algunas notas enunciadas por la mano izquierda, que realmente no aportaban ninguna sorpresa a la audición. El tercer Impromptu, el magnífico Andante, fue acometido cautelosamente, sin arriesgarse en mayores intenciones expresivas; y el cuarto, cuyos arpegios requieren una limpieza exhaustiva, se convirtió en una frenética exposición de fortísimos y en un alarde de velocidad.
No cambió mucho el rumbo en los cinco Preludios de Debussy, interpretados a continuación. Mejoró el sonido, eso sí, pero nos vimos inmersos en un ritmo volátil que dificultaba el seguimiento de la música; y en una elección de efectos tímbricos no muy afortunados, como por ejemplo golpear en exceso el pedal en “Des pas sur la neige”, con la intención de provocar un clima sonoro con la propia mecánica del piano. Ningún clima, más allá de fortísimos desorbitados y tremendos martellatos, percibimos en una “Cathédrale engloutie” muy generosa en notas falsas, particularmente en toda su segunda página. Terminó este primer round con el vigoroso “Ce qu’a vu le vent d’ouest”, también extremadamente potente. No parece una casualidad que al término de este preludio saliera un afinador a darle unos retoques a las cuerdas, pero no nos atrevemos a afirmar si esto fue por paliar el extremado vigor con que el pianista atacó a las teclas.
Se abrió la segunda parte con transcripción propia del Preludio a la siesta de un fauno. Se le veía más refinado tanto en el sonido como en la proyección rítmica, y también en la calidad estructural de una obra cuya expresión, al perder las sutilezas de la orquesta, se resiente entre las posibilidades del piano. Interesante, pero a gran distancia de la interpretación de los cinco Miroirs de Ravel que, indudablemente, fueron la demostración de que Tharaud puede ser considerado como un gran intérprete, pues solamente ajustar una de estas piezas requiere una meticulosidad elevada, e interpretarlas demanda talento y genialidad. Difícilmente podría negársele la genialidad en el ambiente propiciado en “Noctuelles”, y en el brillante y cristalino sonido conseguido en “Oiseaux tristes”. Gustó mucho, y arrancó generosos aplausos, la exaltada pasión expuesta en la “Alborada del gracioso”, para concluir posteriormente con “La vallée des cloches”, poniéndole el broche a un ciclo largo y complejo al que supo dotar de unidad, dirección y expresividad.
Tal vez habría sido mejor dejarlo aquí. Pero Tharaud decidió concluir su recital ofreciendo dos propinas: una desbordante ejecución de una Sonata de Scarlatti (K. 141) que habría puesto los pelos de punta a los paladines de la interpretación historicista; y el tema principal de la película La lista de Schindler, inadecuada en este recital, pero magnífica en todo caso.