"La mayoría de mis sinfonías son lápidas". No sólo para Dmitri Shostakovich. Tantos otros compositores en la historia crearon sus obras para combatir y hacer de su legado algo conmemorativo y reflexivo para el futuro. La fragilidad de la vida humana pasó a ser monumental a través de la herencia atemporal de sus creaciones. L’Auditori cierra una triple sesión con un programa dedicado, bajo la dirección de Juanjo Mena, a unos compositores que decidieron crear antes que destruir, que prefirieron abusar de los decibelios antes que de las derechos fundamentales, sea en una guerra civil, una mundial o una dictadura.
En la Suite de Alegrías de Gerhard, Mena ya mostró su interés por un sonido pulido, claridad instrumental y comunicación permanente entre foso y atril. Y la ecuación funcionó de una manera impecable. Fórmula de éxito que regaló asomos de lirismo mezclados con brillantez sensorial en el plano sonoro. La OBC recreó la atmósfera andalucista con un recorrido por los pasajes con especial énfasis en la paleta tímbrica y rítmica. Los detalles vanguardistas fueron citados por una sinfónica equilibrada en expresividad y ejecución bajo el velo del divertimento folclórico. Remarcable fue el trabajo en lo giros melódicos, conjuntamente con las modulaciones y las disonancias que la sección de cuerdas trabajó profusamente. Mena lideró una ejecución que celebraba la politonalidad de la partitura con allegrettos y vivaces; una obra repleta de ritmos complejos, mucha repetición de acordes y contratiempos que la batuta del vasco armonizó logrando un manto sonoro igualitario y minucioso.
La expectación del concierto residía también en ver la comunión de Narek Hakhnazaryan, uno de los violonchelistas más fulgentes del ahora, con la dirección de Mena. El protagonismo recayó totalmente en el instrumento del armenio con el Concierto para violonchelo op. 107 de Shostakovich; una reducida orquesta acompañaba a Hakhnazaryan y su virtuosismo en un discurso dramático al igual que enérgico en el que los dobletes y tripletes de cuerda, pizzicatti, glissandi, arpegiados irregulares y contrapuntos silenciados se sucedían movimiento tras movimiento. Del monólogo minimalista de cuatro notas a transmutar en una carga nerviosa y de cierre desenfrenado. Destacaron especialmente cuerdas y vientos en la agitación y las combinaciones alrededor del protagonista y su homólogo, la trompa. La reiteración renovada, el intercambio tímbrico, la yuxtaposición temática, además de lo simbólico y lo transmutado melancólico en jocoso, todo ello custodiado por la proporcionalidad melódico-rítmica de Mena, hicieron de esta representación el ejemplo perfecto de la excelencia. Merecidísima ovación a un solo de chelo como pocos por Hakhnazaryan.

La Sinfonía “Inextinguible”, op. 29 de Nielsen cerraría este tour de force orquestal antibelicista. Concebida en un solo bloque, las secciones forman un compendio tonal que conmemoran la vida. Mena resaltó las partes más líricas y diestras de las secciones, con énfasis en los motivos que regresaban transformados de pasajes anteriores; con un carácter más expresivo, el conjunto de la OBC desarrolló los diferentes episodios temáticos enérgica e impulsivamente, recorriendo una partitura cargada de juegos de intensidades, ostinatos o trémolos, que tanto cuerdas, vientos y metales defendieron con tino. Las variaciones tonales y los juegos de crescendo y decrescendo los dominaron las cuerdas, pero la intensidad final se la llevaron los timbales, en un ejercicio que contraponían sus fuerzas en un pasaje concluyente en el que se reafirmaban trompas y trombones en el clímax orquestal hasta el desenlace.
Ovación final para el conjunto, dirección y solista por un trabajo riguroso de principio a fin, que hizo brillar a toda la orquesta. La humildad de todo ello junto con la excelencia del oficio hicieron de este concierto un memorándum a la vida en sí, haciéndola monumental y celebrándola con estallidos orquestales.