La Orquesta Sinfónica de Galicia ofreció un programa en dos partes bien diferenciadas, abriéndose con la participación estelar del aclamado virtuoso del violín, Daniel Lozakovich, en el icónico Concierto en re mayor de Beethoven. En la segunda parte, el director Fabian Gabel continuó en la línea de visitas anteriores a la OSG, haciendo una importante labor de proselitismo de la música sinfónica francesa, en esta ocasión trayendo bajo el brazo la partitura de la infrecuente Sinfonía en si bemol mayor de Chausson.

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Fabien Gabel
© Lyodoh Kaneko

El Beethoven de Lozakovich fue uno de esos tristes ejemplos en las que las expectativas más altas se desvían radicalmente de la realidad. Disfrutamos de la habilidad técnica de Lozakovich, por supuesto, pero desde una perspectiva musical me temo que no fue su mejor noche; falló, asimismo, la química con la orquesta, algo esencial en un concierto de un carácter tan sinfónico y cohesionado como es este. Ambas partes sonaron desconectadas, especialmente en el Allegro ma non troppo inicial que, como si fuera un mal presagio se abrió con un fallo en las maderas, anecdótico, pero que reflejó lo que fue en conjunto un Beethoven fallido. Gabel, desde el pódium, tampoco se mostró especialmente lúcido. Una dirección excesivamente microscópica, le hacía perder de vista el conjunto, centrando su atención en detalles menores que, aunque relevantes, no eran cruciales para el mensaje principal que intentaba transmitir. En su afán por controlar cada aspecto pequeño, Gabel olvidó la importancia de conectar con el público a un nivel más general, dejando un vacío donde debería haber habido impacto y comprensión. Únicamente se salvaría la cadencia, un fabuloso catálogo de elementos técnicos, tales como arpegios rápidos, escalas, trinos y amplios saltos de intervalos.

El Larghetto resultó más ameno, mostrando el solista madurez interpretativa, aunque sin alcanzar la intensidad especial que el movimiento puede llegar a generar. Lozakovich ha sido alabado por su sonido “aristocrático”, exquisito, que nace de una técnica impecable, pero este no es suficiente para transmitir la belleza interior de esta música. El Rondo fue vibrante, pero su ejecución resultó algo derivativa. Como bis, interpretó el Adagio de la Primera sonata de Bach, donde su peculiar vibrato lo convirtió en prescindible.

La Sinfonía de Ernest Chausson fue una elección más estimulante. A menudo relegada en las programaciones frente a los Poème, para violín y orquesta, y Poema del amor y del mar, estamos ante una partitura que, sin llegar a evocar emociones profundas, demuestra una maestría en el manejo de la orquestación y un refinado sentido del color instrumental. Una amplia plantilla sinfónica es utilizada por el compositor para crear texturas ricas y variadas. En este caso, orquesta y director sí mostraron esa conexión y entrega que faltó en la interpretación de Beethoven. Aunque previsible, fue una interpretación amena y altamente idiomática.

En el Allegro vivo, cuerdas y vientos exhibieron una articulación clara y precisa que resaltó a la perfección los motivos rítmicos y melódicos. A ello se unió la batuta de Gabel, que mantuvo un clarividente equilibrio entre todas las secciones de la orquesta ¡La actitud era tan diferente al Beethoven! En el Très lent predominan líneas melódicas extensas, a veces un tanto erráticas, pero a la hora de darles vida, hubo un control excepcional del fraseo de forma que el discurso musical disfrutó de fluidez y continuidad. Finalmente, en el Animé, la OSG exhibió músculo, con un recital de ritmos precisos y vigorosos, para llegar a un clímax convincente y satisfactorio. Es de valorar la decisión de presentar una obra menos conocida de Chausson con tal cuidado y atención al detalle.

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