Isabel Villanueva y François Dumont revisitaban la temporada de la Sociedad Filarmónica de Lugo con un muy ambicioso programa formado por tres seminales sonatas para viola y piano. A pesar de la crudeza de este invierno lucense, se congregó en el Salón Regio del Círculo das Artes de Lugo una buena afluencia de público que siguió con la máxima expectación el transcurso del concierto. Era una oportunidad única para poder disfrutar en una misma noche de sonatas de Rebecca Clarke, Johannes Brahms y, como colofón, la magna y trascendente opus 147 de Dmitri Shostakovich.
El impresionismo y la intensidad emocional son las cualidades musicales que distinguen a la original Sonata for viola and piano de Rebecca Clarke. Sin embargo, ya desde la fanfarria con la que se abre el Impetuoso inicial, abordado por Villanueva con la máxima elegancia, quedó claro que el refinamiento sonoro iba a preponderar sobre consideraciones más virtuosísticas. La introducción pianística del segundo tema, ejemplo de la modernidad de la compositora, fue recreada con sutileza e introspección, siendo el único momento de la noche en que un impertinente móvil estropeó la magia del momento. El diálogo entre viola y piano, altamente elaborado en esta obra, se vio realzado por la lucidez de un Françóis Dumont, quien, tocando con la partitura, gozó de la libertad y confianza necesaria para asumir su papel protagonista a lo largo de no pocos pasajes de la partitura. Libertad, pues, aunque es un eterno debate, no siempre memorizar la partitura es tan positivo como se piensa y más aún en obras que no son del gran repertorio. Así, Dumont recreó una muy sugerente tensión en el citado segundo tema de la sonata, al cual se unió la voz de la viola de Villanueva, sutil, pero plena de color y vehemencia. La rapsódica sección final del movimiento, evocadora del mar debussyano por sus impresionistas circunvoluciones, plenas de carácter y capacidad de evocación, fue un maravilloso clímax que repentinamente se disolvió en una bellísima coda. Un chispeante Vivace permitió a la viola exhibir un sonido incisivo y preciso, acompañado al piano un inagotable y exigente torrente de notas rápidas; ambos siempre unidos en una sola voz. El expansivo Adagio-Allegro final, es un auténtico tour de force, al que Villanueva y Dumont inspiraron pasión y energía. Los amenos e intimistas interludios no restaron un ápice tensión. Un auténtico deleite descubrir en concierto esta genial partitura de la compositora británica.

La Segunda sonata de Brahms nos adentró en terrenos más conocidos y previsibles. Tardía en el catálogo del compositor, tardía en el siglo XIX; se presta a interpretaciones otoñales. De hecho, el Allegro amabile inicial fue emocionalmente contenido. Villanueva huyó de concepciones más dramáticas y contrastadas, habituales en la interpretación de la sonata, reservando esa fogosidad para el Allegro appassionato, arrollador y excitante, aunque en su abstrusa marcha central resultó nuevamente estático, muy ceremonioso. Las incertidumbres que la interpretación pudo generar se resolvieron en un arrollador Allegro final, decidido y rebosante de vitalidad en la que viola y piano se fundieron de una forma sublime.
El recital abordó en la segunda parte el canto del cisne shostakovichiano, su Sonata op.147. No hay palabras para describir el alcance y la trascendencia de una partitura, igualmente otoñal, pero en la que, a diferencia de Brahms, el compositor soviético se deshace de cualquier academicismo y vuelca la esencia de su ser en un sublime canto del cisne. Villanueva y Dumont hicieron justicia a la partitura, traduciendo la música, con fidelidad, pero al mismo tiempo confiriéndole un carácter sinfónico –que siempre subyace en la música de cámara del compositor soviético– que realzó el impacto de la música. En el Moderato, Villanueva extrajo un sonido denso y rico que creó una atmósfera ideal para, por ejemplo, exponer el crucial motivo dodecafónico, perfectamente contextualizado en el acompañamiento del piano. El sorprendente Allegretto, en su exploración de los registros más amplios de la viola, cobró vida con musicalidad y humor, alejado de mecanicismos. El sublime Adagio final, extenso e intenso como pocos movimientos de su autor, permitió a Villanueva exhibir una afinación perfecta, incluso en su atormentado y crispado solo. Dumont respondió, como toda la noche, con un piano sólido y a la vez muy imaginativo, expresando el tema beethoveniano de forma luminosa, en ningún momento rutinaria.
Después de semejante monumento artístico la propina no podía ser más que música del propio Shostakovich, y así fue: el más mundano Preludio, op. 34 núm. 10 en el arreglo para viola y piano. Una hermosa despedida para un recital impagable.