¿Qué lugar ocupa la Tercera sinfonía en el corpus del compositor bohemo? Es una obra colosal, en términos de orgánico y duración, si bien todavía con cierto arraigo tardorromántico y una declaración casi de música programática aunque con pretensiones filosóficas, cuasi cósmicas. Está la Naturaleza, el Hombre (y Nietzsche), Dios… todo necesariamente con mayúsculas, todo superpuesto, testimoniando la tensión del mundo interior de Mahler que no se podía resolver conceptualmente, sino en la música. Efectivamente, esta sinfonía ocupa un mundo, uno de los mundos de Mahler, que nunca se cansó de reinventar hasta el agotamiento.
No se puede obviar esta dimensión a la hora de interpretar esta compleja obra, que venía de la mano de Gustavo Dudamel, la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, el Coro de la Comunidad de Madrid, los Pequeños Cantores de la Orcam y Marianne Crebassa en la intervención solista del cuarto movimiento. Se antojaba así como una ocasión para escuchar esta orquesta nacida de El Sistema, la organización fundada hace 50 años en Venezuela por José Antonio Abreu y de la que viene el propio Dudamel. Una formación por tanto que además de su excelencia musical transmite un fuerte mensaje social y educativo.
Dudamel es un director que se ha ido moderando sobre el podio a lo largo de los años: dirige ahora con más mesura, atento a las entradas, primando una fluidez en el gesto. Y así lo exigía la obra, dado la amplia masa orquestal que gestionar y su complejidad estructural. Lo que advertimos desde el comienzo, desde el ataque del tema inicial, fue un cierto desequilibrio en la articulación de los planos sonoros, con un metal demasiado abierto y pletórico desde las primeras fases, al igual que una percusión traída excesivamente a un primer plano.

Por el contrario, a la cuerda le faltó cuerpo y robustez y tampoco presentó esa sedosidad, que marca la diferencia, expresando esa dulzura casi infantil que a veces requiere Mahler. No onbstante, el registro paródico tuvo la acidez justa, así como algunos pasajes del tutti donde el empaste entre secciones fue realmente logrado. Las transiciones temáticas resultaron algo rutinarias y faltas de detalle con algunos desajustes en ciertas entradas. En términos de fraseo y dinámicas, Dudamel se dejó guiar más por la búsqueda del efecto, con un fraseo corto, de contraste frecuente, al que le faltó más amplitud y sosiego en ciertos momentos; una observación similar se podría hacer con respecto a las dinámicas, donde hubiera sido de agradecer una gama más variada y dosificando mejor los crescendo y diminuendo y refrenando algo la sección de vientos en su conjunto. Ciertamente no faltó vigor, energía, notas de virtuosismo, pero se perdieron matices y complejidad.
Fue a partir del movimiento vocal que Dudamel empezó a cuidar más estos elementos, con una intervención de los coros menos destellante y más sobria, así como la penetrante intervención de la mezzosoprano francesa, que aportó calidez y templanza. Los dos movimientos finales que corresponden al tiempo lento nos devolvieron los momentos más interesantes de la velada. Si bien las mimbres tímbricas de la cuerda no tengan un nivel excelso, estuvieron bien calibradas y emergió con claridad el diseño mahleriano. También la incorporación de elementos hacia el majestuoso final fue más paulatina con un crecimiento emocional mejor extendido que en los movimientos precedentes.
Es consabido que Mahler no es autor del que es fácil salir airoso. Su dificultad orquestal nace de que el propio compositor fue un director sumamente exigente y a menudo llevó sus orquestas al límite de sus propios medios; además las innumerables versiones que hay de sus obras, hacen que las comparaciones sean inevitables cuanto a veces injustas. En suma, la que nos ofreció Dudamel con la OSSB fue una interpretación algo acerba y desigual, más por el planteamiento que por calidad de la formación, que indudablemente posee.