La burla de Trifonov. Así anunciaba la Orquesta Nacional su cuarto concierto del ciclo 'Redenciones'. Una apuesta segura, tratándose de un pianista virtuoso y galardonado con premios internacionales, alabado por todas partes por el público y la crítica. No hay que perder la oportunidad de escuchar en directo a este fenómeno del piano, y menos aún si viene a interpretar una obra que siempre pone a prueba la destreza y la resistencia de los pianistas más avezados, la Burlesque de Richard Strauss. Mucha expectación se respiraba en el ambiente ante la presencia del pianista ruso.

Pero se hizo esperar por exigencias del programa, porque antes la Orquesta interpretó el Homenaje a Beethoven del compositor Enrique Rueda. Con la partitura presente y gesto seguro el director Antonio Méndez manejó la composición haciendo un ejercicio de profundidad en el detalle, rescatando de la maraña orquestal los elementos típicos de Beethoven y conjuntándolos, en una feliz simbiosis, con los más arriesgados del compositor malagueño. Los ritmos clásicos y las melodías tonales se entremezclaron así con efectos orquestales más vanguardistas y con disonancias más propias de la atonalidad. En esta primera obra la orquesta brilló a las órdenes de un director de pautas claras, resultando especialmente llamativos los efectos de dinámicas graduadas, donde los sonidos quedos crecían inesperadamente hasta un fuerte sobrecogedor. Permítasenos destacar la participación de unos trompetas que estuvieron impecables en sus numerosas intervenciones, creando efectos potentes y abrumadores, pero equilibrados dentro del conjunto orquestal.

Tras los saludos del compositor volvió a sentirse la expectación mientras en el escenario se veía el piano emerger de las profundidades del foso. No tardó en salir el pianista ruso con gesto nervioso, pero resolutivo. Comenzaba el espectáculo con una llamada simpática de los timbales y un irónico descenso cromático, entonado por las cuerdas y las maderas. Y el espectáculo duró todo lo que dura la obra de Strauss, una obra pensada para que el virtuoso que se atreva con ella luzca todo el abanico de su poderío técnico, pues está plagada de trampas y de dificultades. A la vista quedó que el pianista superaba las pruebas como si la obra la hubiera compuesto él mismo. Comenzó mostrando sus credenciales con una réplica del descenso cromático, pero esta vez con notas a contratiempo y en fortísimo, y a partir de este momento fue todo un vaivén continuo de pasajes paralelos a gran velocidad, saltos arriesgados de la mano izquierda, acordes fugaces en stacatto, aperturas imposibles para las manos de cualquier mortal… en suma, cualquier dificultad imaginable estaba ahí, y Trifonov la solventaba sin levantar la cabeza del teclado.

Al término de esta pieza ofreció una propina de Scriabin, el Preludio para la mano izquierda, Op.9, núm. 1. Y aquí se evidenció una tacha que ya se había dejado entrever durante la Burlesque. Y es que Trifonov, tan ensimismado en la superación del ejercicio mecánico no había transmitido gracia, burla o diversión en la obra de Strauss, ni emoción en la de Scriabin, con lo que, en el fondo, la impresión restante era la de un pianista que había realizado una labor espectacular, pero anecdótica.

Tras el descanso comenzó la segunda parte con una Sinfonía "Titán" que también generaba mucha expectación. Por delante una cita de una hora con un grande de la historia de la música, y con una obra clave del repertorio orquestal. El director inició la sinfonía creando un ambiente que se sentía mágico, pero inmediatamente ocurrió una presentación descoordinada de las maderas, que vino a quebrar el clima sutil de contemplación que habían logrado las cuerdas. Nuevamente las trompetas recuperaron brevemente el sentir adecuado de la sinfonía con su fanfarria interpretada desde detrás del escenario, dando inicio posteriormente a un tema principal bien empastado por los violonchelos. Pero la conducción comenzó a sentirse un tanto brumosa y aletargada por un tempo demasiado lento, y la sensación principal era que la sinfonía no terminaba de elevar un discurso musical coherente, por no aplicársele, como contrapeso, un fraseo bien continuado.

Tampoco el recurso de la ductilidad sonora tuvo mucha solvencia en esta interpretación. El uso reiterado de las sonoridades tenues y delicadas en un pulso pausado proponía un continuo recogimiento que ocasionalmente disipaban las cuerdas, como en el exquisito Ländler del segundo movimiento. Con errores en la afinación del contrabajo, pero con un magnífico relevo del fagot, dio comienzo un tercer tiempo que también se resintió de la elección de un pulso muy lento; y sólo al final, en el tiempo tormentoso del cuarto movimiento se percibió un inmenso impacto sonoro, que vino a cerrar, con un sentimiento brevemente exultante, un concierto no demasiado acertado en su resultado final.  

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