Siempre conviene aplaudir la creación de una orquesta que tiene entre sus objetivos la difusión de nuestro patrimonio musical, y además haciendo uso de instrumentos de época, que proyectan una audición casi siempre cercana al ideal original del compositor. Este tipo de formaciones especializadas suele inclinarse por interpretaciones donde el elemento musicológico prima por encima del efectista y requieren, por tanto, una figura que unifique criterios respecto a los entresijos de unas partituras en cuyos pentagramas no siempre están presentes todas las indicaciones. Son, sin duda, formaciones que atraen al público amante de la música pura y que, si bien son numerosas en otras latitudes, no menudean tanto por nuestra geografía. Celebramos, pues, el concierto ofrecido por la Orquesta La Madrileña en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional.
El programa, además, es de esos que llaman la atención por la inclusión de obras grandes del repertorio que normalmente gustan a todos, y también por la presencia de otras que, por diversas razones, no han gozado de la misma fama o de la misma proyección. Se merece la formación el reconocimiento de recuperar, aunque sea en la forma de dos pequeñas oberturas, la música del valenciano Martín y Soler. Se inició el concierto con las oberturas de La capricciosa corretta y L’arbore di Diana, dos óperas que, si bien en su momento vivieron una popularidad llamativa, no gozan actualmente de una difusión representativa. El caso es que tras la audición de las oberturas quedaron las ganas de presenciar el resto de la acción, pues en ambas supo la orquesta proyectar el espíritu cómico que subyace a estas partituras, y esto por medio de un enfoque rítmico vivaz muy eficiente, una articulación cuidadosa y unos cambios dinámicos ejemplares por la eficacia de su graduación y por los efectos de sus cambios escalonados.
La música de Martín y Soler dio paso al Primer concierto de violonchelo de Haydn, ejecutado en esta ocasión por Catherine Jones, muy bien pertrechada también en lo tocante al dominio de la música antigua. Experta en violonchelo barroco y clásico, y habiendo actuado con directores y formaciones que dominan el repertorio que se le atribuye, no dudó la solista en proyectar una interpretación introspectiva en la expresión y fogosa en la velocidad. El caso es que el enfoque extremadamente brioso de los movimientos extremos tuvo sus repercusiones en la claridad de la enunciación, percibiéndose en numerosas escalas bien la pérdida de notas, bien el aglutinamiento de estas en unidades sin significado musical. Tampoco le resultó fácil a la formación ir a la par con la solista, resultando en un ejercicio más bien de persecución que de concierto. Se percibieron mejores resultados musicales en el Adagio, donde sin las presiones de velocidades indómitas pudimos presenciar a una solista con un nivel notable en la declamación de sus líneas. Al final los presentes, que no habían dudado en aplaudir entre movimientos, no jalearon debidamente a la solista y no pudimos apreciar sus virtudes en la interpretación de una propina sin la intervención orquestal.
La segunda parte, en cambio, nos permitió apreciar el nivel de la orquesta y de su director José Antonio Montaño, al quedarse frente a la partitura de la monumental Sinfonía Júpiter de Mozart. Más luces que sombras en esta ocasión para una interpretación donde pareció primar el elemento dinámico, ya creando desde el principio unos cambios muy efectivos de dinámicas en los primeros compases contrastantes, y optimizando los equilibrios instrumentales para proyectar una experiencia auditiva intensa (tal vez le sobró algo de intensidad en general a los metales, no demasiado acertados las más de las veces). Notables en el segundo movimiento por su habilidad para proyectar una arquitectura del tiempo estable y siempre hacia delante, sin regodearse en los pasajes expresivos y sin afectar a la continuidad del discurso; pero fue sin duda en el Finale donde la formación al completo mostró sus dotes en la combinación del enfoque contrapuntístico con la vivacidad natural que es propia de la escritura de Mozart, propiciando un final de concierto brillante y efectivo.
Un concierto completo, en suma, y muy variado pese a la homogeneidad del período abordado; y una formación nueva y necesaria a la que conviene, insistimos, seguir aplaudiendo su compromiso con la interpretación idiomática, y con los compositores españoles.