Ante todo, viví el estreno de la ópera Tránsito, de Jesús Torres, como una ocasión para pensar sobre el exilio. La obra en cuestión difícilmente admite el consumo estético característico de la sociedad de conciertos espectacularizada, pero tampoco abraza sin más aquel indeseado beneficio del que habló Said en sus propias Reflexiones sobre el exilio: “Gran parte del interés contemporáneo por el exilio puede remontarse hasta la noción un tanto pálida de que los no exiliados pueden participar de los beneficios del exilio como un motivo redentor. Decididamente, esta idea alberga cierta plausibilidad y verdad. Al igual que los eruditos itinerantes medievales o los esclavos griegos sabios del Imperio romano, los exiliados —lo más excepcionales de ellos— suavizan sus entornos. Y naturalmente «nosotros» nos centramos en ese instructivo aspecto de «su» presencia entre nosotros, no en su miseria o sus demandas. Pero visto desde la lúgubre perspectiva política de los modernos desplazamientos de masas, los exiliados individuales nos obligan a reconocer el trágico destino de carecer de hogar en un mundo necesariamente despiadado”.

Isaac Galán (Emilio) y Anna Brull (Tránsito) en una escena de la ópera
© Jesús Ugalde

El escenario inclinado de Eduardo Vasco, a escasa distancia de la orquesta de cámara y el público, es un signo elocuente de la dislocación que despliega la acción tramada por Max Aub y presentada ahora, en un libreto que apenas varía con respecto al texto original, por Torres. Este trastorno puede encontrar resonancias no únicamente en la tensión que apunta Said, sino asimismo a través de las unidades quebradas del espacio en el que los sueños y desvelos de Emilio, encarnado por un soberbio Isaac Galán, se confunden. Recuerdo las ideas de Gaos a propósito de la condición del transterrado al tiempo que los sonidos iniciales preludian el insomnio y la diatriba con las apariencias quasi fantasmales de Cruz, Alfredo y Pedro, al cuidado de las sobresalientes voces y actuaciones de María Miró, Javier Franco y Pablo García-López. Por su parte, Anna Brull construye una encomiable Tránsito, y marca la pauta del contrapunto que sostiene todo el relato: el de “los hábitos de vida, expresión o actividad del nuevo entorno” con respecto a “la memoria de dichos hábitos en otro”, de tal suerte que ambos resultan “vívidos, reales, y suceden juntos de forma contrapuntística”.

Javier Franco (Alfredo), Isaac Galán (Emilio) y Anna Brull (Tránsito)
© Jesús Ugalde

La puesta en escena es sobria, sin paliativos, organizada en torno al dormitorio donde Emilio vive y duerme su desgarro. Ese minimalismo (también perceptible en ciertos pasajes de la partitura) solo se ve menoscabado por la enorme pantalla en la que se proyectan una serie de materiales de archivo cedidos por la Fundación Max Aub, de gran interés y fuerza expresiva en sí mismos, aunque no tanto en relación con el resto del conjunto. La gestualidad del elenco y el modo en que trenzan su canto coloquial y dramáticamente lírico promueve un espíritu ambivalente: próximo, que sitúa la literalidad del sufrimiento de los protagonistas cerca de nosotros, pero también distante, en la medida que estos diálogos y soliloquios entonados no son dirigidos al público, sino que se proyectan al interior de la propia acción, derivando en un hermetismo refractario a la comodidad pero abierto a una aproximación cuidadosa y no meramente emocional. Una virtud que sin duda hay que tributar a la idiosincrasia genérica de la ópera de cámara, no demasiado habitual, por desgracia, en nuestros teatros.

Escena de Tránsito con Anna Brull (Tránsito), Isaac Galán (Emilio) y Maria Miró (Cruz)
© Jesús Ugalde

En el apartado musical es obligado ensalzar la figura de Jordi Francés, que recorre con acierto los compases más sutiles de Tránsito (donde el acordeón de Iñaki Alberdi, el piano de Duncan Gifford, el arpa de Susana Cermeño y la percusión de Juan José Rubio, Antonio Picó y Gregorio Gómez tejen coloraturas fascinantes) y brilla con especial fulgor en los tramos de mayor densidad, particularmente aquellos que corresponden a los últimos instantes de la pieza, cuando la dinámica acumulativa de lo que consideraría un tonalismo inestable se hibrida con el advenimiento de una irresolución conclusiva. Estas abstracciones quieren señalar en la dirección de una categoría acuñada recientemente por Seth Monahan, la de “música hipotética”, si bien me resistiría a describir todo lo que sucede en la sección orquestal con esa fórmula. Porque Torres ha alumbrado una creación compleja, con múltiples niveles de significado imbricados, que, si se asumen conjuntamente, y por encima de cualquier otra impresión, arrojan más preguntas que respuestas, y convocan oscuridades, no certezas.

¿Puede el exilio ser concebido como tránsito? Abandono la sala rememorando una cita de Hugo de San Víctor, aquella que Auerbach recordara en Estambul, mientras escribía lo que puede considerarse sin atrevimiento el opus magnum de la literatura occidental del destierro: “Constituye, por tanto, una fuente de enorme virtud para un espíritu docto aprender, poco a poco, primero a cambiar en lo que se refiere a las cosas invisibles y transitorias, de manera que a continuación consiga dejarlas atrás por completo. El hombre al que su tierra natal le parece dulce es todavía un tierno principiante; aquel para quien toda tierra es su tierra natal es ya fuerte; pero el hombre perfecto es aquel para quien el mundo entero es una tierra extraña. El alma joven ha fijado su amor en un lugar del mundo; el hombre fuerte ha extendido su amor a todos los lugares; el hombre perfecto ha apagado su amor”.

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