Dice el refrán que "Dios los cría y ellos se juntan", y dio la casualidad que en 1761 coincidieron en Viena tres personalidades con ganas de poner las cosas patas arribas. Por un lado, el conde Giacomo Durazzo, embajador de su natal República de Génova en la corte Habsburgo, había sido nombrado director de las producciones teatrales de Viena, y se enfrentaría al grande, único y sacrosanto Pietro Metastasio. Para ello contó con el incipiente talento de un Gluck que no terminaba de alcanzar el éxito con sus musicalizaciones de los libretos de Metastasio y el poeta Rainieri di Calzabigi, con un espíritu aventurero que le llevaría a apuntarse a cualquier cosa con tal de generar controversia. Una vez juntados, no tardaron en emprender la primera “reforma” del género operístico, que tuvo como resultado la obra que escuchamos esta noche en el Teatro Real.
Dudo que el propio Gluck se esperase el éxito que su Orfeo y Eurídice tuvo. O quizás sí, al fin y al cabo, todo en la ópera está hecho con alguna intención, al igual que su mecenas, el conde Durazzo, Gluck no daba puntada sin hilo. La obertura es breve, en un único acto. La orquestación de Gluck da a los bajos la responsabilidad de poner en marcha la maquinaria que ha de crear la escena. La Freiburger Barockorchester respondió bien con unos graves precisos y muy cohesionados con la percusión. Los violines mantuvieron el impulso y, sin embargo, el resultado no fue óptimo. A Jacobs le faltó conseguir un sonido más redondo en las partes orquestales del escenario. Ya fuera por la colocación de los músicos sobre el escenario o por el tempo ligeramente menos vivo que tomó el maestro, la parte instrumental quedó como algo a mejorar.
No fue ese el caso del coro Rias Kammerchor. Gluck recupera de los antiguos griegos el personaje del coro y lo transforma en un actor más, dinámico e involucrado en la escena. La escena de la batalla vocal entre Orfeo y las Furias es uno de los ejemplos más notorios no solo de esta ópera, sino de la historia del género hasta la llegada de Músorgski. Decía que el Rias Kammerchor consiguió un sonido absolutamente redondo: una suerte de crisol de timbres fundidos en una única voz. Las dinámicas estuvieron absolutamente igualadas. No caben matices, estuvieron perfectos.
Pero aún no hemos hablado de la gran revolución que armaron en el género operístico nuestros tres queridos personajes. La reforma de la ópera en favor de la dramaturgia. Como una suerte de populistas del arte, Durazzo, Gluck y Calzabigi volcaron sus esfuerzos en hacer que el espectador se sintiese identificado con la historia. ¡y vaya si lo consiguieron!
Aún sin escenificar, es imposible no sentir en las propias carnes lo mismo que los personajes del drama de Calzabigi al que Gluck pone música. Giulia Semenzato hace que la alegría de Amore sea contagiosa con su timbre brillante y su articulación precisa y danzarina sobre un mar de pizzicati. Polina Pastirchak trasladó al público las dudas y la inseguridad que Eurídice muestra en su recitativo y el aria Senza un addio que le sucede. En ambas su voz tuvo el peso justo y necesario, y el impulso adecuado, donde eché en falta algo más de pasión fue en el dúo "Vieni, appaga il tuo consorte".
¿Y qué decir del impecable viaje por las emociones que nos brindó Helena Rasker como Orfeo? La voz de la contralto holandesa, aterciopelada en el grave y el medio pero con un característico brillo en el agudo, encajó de manera excelente en el papel del mítico héroe. Su interpretación ofreció marcados contrastes: Cuando se enfrenta a las Furias en su descenso al abismo, su voz suena firme. Melodiosa, dulce y en perfecta sintonía con el arpa se mostró capaz de templar el carácter del hombre más fiero. Con Eurídice su voz se mostraba convulsa, agitada y cuando la pierde… ¡Ah! Ese "Che faró senza Euridice" que nos lleva por los mares de la culpa, la desesperanza y la aceptación final de que la única salida posible es la muerte. Solamente hubo una escena que no acabé de conectar con el personaje de Orfeo: la de los Campos Elíseos, la escena pastoral, en la que Gluck destrona a Handel como maestro del género agreste. La voz de Rasker sonó con más tensión de lo que hubiera sido ideal, al igual que el oboe, en el aria "Che puro ciel".
No se echó en falta la escenografía en una ópera en la que el drama es guiado e incluso intensificado de una forma tan excelente por la música de Gluck. No solo estaban reformando la ópera, también estaban abriendo las puertas al Sturm und Drang.