La Orquesta de Cámara Europea presentó en el Palacio de Festivales de Santander una experiencia musical que estuvo a la altura de las mayores expresiones sinfónicas. A pesar del reducido efectivo de su sección de cuerdas, la COE demostró que la grandiosidad no se mide únicamente en números. De hecho, lo que podría ser una limitación se transformó en una fortaleza. La menor cantidad de instrumentos permitió a cada músico brillar, revelando un sinfín de detalles que a menudo se pierden en ensambles más masivos. Aunque el Palacio de Santander no está agraciado con una acústica cálida y reverberante, vehiculó a la perfección la esencia de interpretaciones cargadas de contrastes y matices.
Al frente de la COE estuvo el británico Daniel Harding, desde su juventud valido de directores como Abbado y Rattle, se aproxima ya a la cincuentena y exhibe una espléndida madurez, resultado de una carrera perfectamente llevada. Tal y como es habitual en él, su visita a Santander no estuvo marcada por una presencia mediática excesiva, y su característica discreción se apreció también en escena, donde dejó que la música hablara por sí misma. La elección de un programa muy bien pensado, alejado de lo más común en festivales, refuerza esta impresión. Enfrentar las cuartas sinfonías de Beethoven y Sibelius fue una opción arriesgada, pues se podría pensar que estas piezas, separadas por un siglo y con orígenes geográficos y culturales distintos, no tendrían mucho en común. Sin embargo, el programa nos invitó a explorar sus sorprendentes paralelismos y a adentrarnos en sus mundos narrativos. En ambas obras subyace la misma inquietud existencial, fruto de la frustración amorosa en Beethoven y de las incertidumbres de Sibelius ante la amenaza del cáncer. Y como contrapunto a ambas, la narrativa se enriqueció con la inclusión de dos obras incidentales que despliegan la capacidad de ambos compositores para evocar emociones y descripciones que ponen la música al servicio de la historia.
La interpretación de la obertura Coriolano de Beethoven fue intensa, limpia y potente, reflejando la esencia trágica de esta pieza. La dinámica fue sabiamente manejada, oscilando entre los momentos de introspección y las explosiones súbitas de pasión, resaltando el conflicto interno del protagonista de la obra. Hubo un magnífico balance entre secciones, crítico en esta obertura, con las cuerdas, vientos y percusión complementándose sin opacarse mutuamente. La disposición antifonal de los primeros violines sólo multiplicó este gozo musical.
Es la Cuarta sinfonía de Sibelius la más camerística del compositor; sin embargo, Harding eludió esta concepción, haciendo que los músicos de la COE se integrasen en una poderosa trama sinfónica que, por ejemplo, resultó abrumadora en la exposición del tema del destino, recreado por trompetas y trombones de forma conmovedora. El introspectivo discurso, de carácter libre y de narrativa impredecible, mantuvo la tensión intacta gracias a los tempi amplios elegidos por Harding, sin llegar a los extremos de lentitud marcados en esta obra por su gran especialista, Osmo Vänskä. En el Allegro molto vivace los acerados violines imprimieron carácter a la sucesión de amenazadores minitemas que jalonan el movimiento. El sublime Largo, desolador en su concepción, gozó de una soberbias maderas, con mención especial para la flauta vallisoletana de Clara Andrada, y de un dilatado y majestuoso clímax orquestal. El Allegro final culminó en un diálogo conclusivo entre flauta y oboe tan enigmático como inspirado.
En la segunda parte tuvimos la infrecuente ocasión de escuchar la suite de Pelleas y Melisánde, música densa e imaginativa, primorosamente interpretada, con un gran corno inglés y cuerdas sublimes en la Muerte de Melisánde. La Cuarta beethoveniana coronó brillantemente la velada. Hubo energía y dinamismo a raudales, servidos a la perfección por el virtuosismo de la COE que desplegó líneas melódicas precisas y contrastes bien definidos. Sin embargo, la elección de trompetas naturales hizo que ciertos picos de intensidad y efusividad carecieran del brillo que normalmente se espera. Muy discutible decisión, pues nos estamos ni mucho menos ante un ensemble historicista. En el sublime Adagio, Harding, sobrio, eludió cargar las tintas en el dramatismo de la partitura, pero hizo que las cuerdas proporcionasen una base rica y envolvente. Un ágil Allegro vivace dio paso a un Allegro ma non troppo en el que las líneas melódicas se entrelazaron con gracia y en el que la dinámica evolucionó exitosamente hacia un clímax final efectivo que fue recibido con un aluvión de aplausos y silbidos de entusiasmo por parte del respetable.
El alojamiento en Santander para Pablo Sánchez ha sido facilitado por el Festival de Santander.