Una de las circunstancias a las que más atento estoy cuando se trata de un concierto u ópera contemporáneos es la reacción del público. Se me quedó grabado que, durante mucho tiempo, al menos en València, los asistentes a una sesión de este tipo abandonaran progresivamente la sala casi desde el inicio. Con el tiempo, algo ha cambiado —no cabe duda—. Se ha hecho pedagogía desde diferentes ámbitos para que eso no ocurra, pero no dejan de percibirse ciertos prejuicios hacia estas “moderneces”, como comentaba despectivo un asistente al salir de este estreno. Lo que sucedió en Les Arts me desconcertó. Nada más disiparse el último acorde sobre una imagen que parecía el negativo de una fotografía, una parte importante de los asistentes se puso en pie y comenzó a ovacionar. En ese instante me asaltó una duda. ¿Aplaudirían a la música de Francisco Coll o al mensaje que traslada la ópera?

Marta Fontanals-Simmons, Brenda Rae, José Antonio López e Isaac Galán © Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts
Marta Fontanals-Simmons, Brenda Rae, José Antonio López e Isaac Galán
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

La partitura es, ciertamente, agradable y amena; de tinte luminoso y mediterráneo, como la escenografía y la sonoridad que obtuvo la orquesta. No obstante, también muestra zonas en penumbra, a base de ásperas masas sonoras en los graves, como las que hay en el pensamiento de algunos personajes. El propio compositor la defendió con energía en el gesto, atención y precisión. La arquitectura de la ópera ayuda a caracterizar los roles y las situaciones. Por ejemplo, la obertura es un pasodoble deconstruido en compases de amalgama y, a modo de Leitmotiv está asociado, principalmente, a la figura del Alcalde. Este tema no deja de tener un prurito de humor e ironía similar al de algunos de los pasodobles que escribió Miguel Asins Arbó para las películas de Berlanga. Además, como antecedentes de Coll en la vanguardia se podrían considerar a compositores como Jesús Villa-Rojo o Carles Santos, quienes también vertieron su particular punto de vista sobre este género tan popular.

En la escena cuarta aparece un prolongado intermedio en el que se percibe todo el rato el aroma que destila la escala andaluza, y el coro, entre bambalinas, amplifica la sensación de espacialidad en el oyente. Los motivos repetitivos que ejecuta, junto a algunos juegos de manos de sus miembros, convierten el inicio del segundo acto en una filigrana textural. Igual que la paleta que emplea la copiosa y brillante percusión, con cajón flamenco y caña rociera incluidos. En la escena de la palestra, el recuerdo del pasodoble hace que tenga cierto aire zarzuelero. Antes había sonado una especie de zapateado alla Stravisnky, por lo que parece una cita de La consagración de la primavera. Encarando el final, un interludio transforma la panorámica y prepara psicológicamente al oyente para el alegato final. Lo pronunció un pletórico José Antonio López.

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Brenda Rae y José Antonio López en el centro de la escena
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

En cuanto a la escritura vocal, si la de Café Kafka, primera ópera de Coll, mostraba una endiablada interválica, adecuada por otra parte para unos personajes absurdos e histriónicos como aquellos, la de Enemigo del pueblo fue naturalizada gracias al esfuerzo del elenco, ya que presenta una rítmica no menos intrincada. La parte más lírica es el aria de la tercera escena del primer acto en la que Petra canta al amor. Brenda Rae estuvo cálida aquí y sobresaliente en los constantes agudos que se le exigieron, más falta de volumen en los otros registros. Por el agudo cantó también durante mucho tiempo Moisés Marín. Con su enfoque tímbrico retrató con acierto a algunos de los políticos más estridentes del momento y el fa sobreagudo en falsete que emitió en el segundo acto traspasó con contundencia la barrera orquestal. Pese a que en el trío inicial no pudimos percibir con claridad a Isaac Galán y Marta Fontanals-Simmons, fueron creciéndose conforme avanzaba la función.

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Escena de Enemigo del pueblo en Les Arts
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

Decía al principio que el otro elemento en liza es el mensaje. Éste deviene de la respetuosa adaptación que Àlex Rigola ha hecho del conocido drama de Ibsen, además, con una amable, vistosa y bien iluminada puesta en escena. Pero la clave se encuentra, a mi parecer, en la calculada ambigüedad con la que Ibsen redactó su drama en 1882 denunciando que su obra anterior, Espectros, había sido calificada como inmoral por una sociedad, a su juicio, hipócrita y adocenada. De ahí que cada sensibilidad y cada régimen político surgido desde su estreno hasta hoy haya hecho suyo el mensaje, ya sea para defender la virtud estética frente a la ramplonería, la ciencia frente a la superstición o la integridad frente a la corrupción. Es decir, Un enemigo del pueblo nunca ha perdido actualidad y, en este caso, qué cerca quedó la lectura de Rigola del pensamiento de Rafael Chirbes. El novelista valenciano, como el coro griego que apostilla cada acción en la ópera, también apeló a la decepción para definir el devenir político de un territorio castigado duramente por la corrupción. Después, fue atronador el silencio que se hizo cuando López espetó en estilo parlato la palabra “podrida” en referencia a la sociedad y por ende a la política. A esta situación apelan hoy ciertos caudillos de pacotilla para sacar tajada. Y si tampoco sirve ya el sufragio universal, ¿qué nos queda? ¿A qué aplaudían tan efusivamente?

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