Al finalizar la función en la que presenciamos la excelente versión del ballet con música de Sergei Prokófiev, Romeo y Julieta, una idea me rondaba en la cabeza: nunca agradeceremos lo suficiente a figuras como Jaques Dalcroze y Rosella Hightower, entre otras, su aportación a la cultura musical europea y, en definitiva, a la formación humanística general. Ambos, con algunos años de diferencia, vislumbraron la necesidad de traducir el sonido en gesto, pues música y movimiento son lo mismo. El primero, concibió un método didáctico que perdura en la actualidad, basado en el ritmo, la creatividad y la improvisación. La segunda forjó una escuela al enhebrar indistintamente elementos de la danza clásica con los de contemporánea y aplicarlos tanto a dicho arte como a la pedagogía.
Uno de los discípulos de Hightower es, precisamente, Maillot y esto se nota a la legua. Su versión, que en diciembre de 2026 cumplirá treinta años, además de seguir tan fresca e interesante como el primer día, ejemplifica el concepto estético de la euritmia. Este paradigma fue reivindicado y puesto en primer plano por pedagogos y creadores como los mencionados. Euritmia es sinónimo de armonía, proporción y —añado— gusto. De este modo, el Romeo y Julieta de Maillot es eurítmico, es decir, todo en él es coherente y complementario. Cada elemento enriquece a los demás y potencia el todo. Las aportaciones de la coreografía son copiosas: escenas a solo, dúo y conjuntos ejecutadas con precisión, para llevar al espectador de la comicidad y la ironía a la desesperación y al drama. El grito sordo de Marianna Barabás —Lady Capuleto— tras la muerte de Tibaldo fue estremecedor. Así mismo, pudimos apreciar como la nodriza —Gaëlle Riou— movía hasta la última falange del dedo índice derecho dibujando divertida la melodía de las flautas en la escena previa al baile de máscaras. Pero el personaje al que el coreógrafo da más relevancia no es ninguno de los protagonistas enamorados —de bellísimas evoluciones los dos—, si no Fray Lorenzo. Un religioso, de factura plástica en alto grado y algunos pasos en los que pareció levitar, que maneja a su antojo —literalmente— a dos acólitos y a los demás. Él mismo es consciente de que su influencia negativa desata los problemas del prójimo —¿una crítica a la Iglesia?—.
Y, como decía, la música se hizo gesto. Los bailarines dieron visibilidad a todas y cada una de las mil sonoridades y matices que Garrett Keast extrajo de la OCV. Además, coreógrafo y director musical se regocijaron descaradamente al mostrar varias veces un impactante juego de contrarios a costa del tempo. Mientras en las tablas la escena se congelaba o pasaba a cámara lenta, en el foso se ejecutaba un pasaje dinámico. Una habilidosa y brillante forma de juguetear con la percepción del tiempo en el espectador. También resultó interesante presenciar un espectáculo dentro de otro espectáculo en el teatrillo de títeres de cachiporra, sobre la sonoridad de las mandolinas. Por otra parte, la orquesta se mostró suntuosa en muchos momentos; las trompas resultaron épicas; el clarinete bajo muy sólido cuando tuvo que conducir a la orquesta marcando el tempo; los solos de saxofón, siempre dentro de la textura y la marcha fúnebre por el antipático Mercucio que encarnó Daniele Delvecchio alcanzó dimensiones wagnerianas. Mas el director nunca dilató el tempo en ella, sino que más bien lo aligeró sin perder emotividad. En la lectura del estadounidense también hubo lugar para apelaciones a la tradición balletística ruso-parisina: en un par de ocasiones salió a relucir la herencia stravinskiana, tanto del primitivista como del neoclasicista de la Historia de un soldado, que, junto a la gavota y al madrigal que compusiera Prokofiev, hacen de esta partitura otro remedo de aquella misma corriente. Y en la escena del balcón el aroma chaikovskiano fue evidente. En el inicio del tercer acto el fagot, con carácter suspensivo, nos hizo anhelar la resolución cuando Julieta ya se encontraba en el túmulo. Al final, la carga emocional de los golpes de timbal resultó todo un mazazo.
Resta por comentar los elementos plásticos que redondearon la producción. La preciosa y efectiva escenografía es abstracta, a base de paneles de líneas suaves que se mueven con la misma agilidad que los bailarines para delimitar el espacio, y la gama de color empleada en el elegantísimo vestuario se combina y complementa con la detallista iluminación emocional. Todo esto y lo anterior es lo que hace que este Romeo y Julieta sea un espectáculo eurítmico y que lo disfrutara un público sensiblemente más joven que el de la ópera. En definitiva, otro tanto —éste mayúsculo— para Les Arts.