El antepenúltimo programa de abono de la Orquesta Sinfónica de Galicia estableció de manera inesperada una conexión directa con el precedente, pues en ambos casos la música húngara protagonizó la primera parte, mientras que la segunda tuvo como denominador común el mundo flamenco. No sólo eso, de forma consecutiva pudimos disfrutar de la labor del director asociado José Trigueros. El motivo: la cancelación de Juanjo Mena por una inoportuna tendinitis. Esto nos privó de una primicia tan esperada como era la Sinfonía núm. 1 de Halvorsen, obra inédita en estos lares que encajaba a la perfección en el perfil de la OSG. La dificultad de montarla sin previo aviso obligó a buscar una alternativa, viniendo como anillo al dedo la versión original de El amor brujo, programa presentado por la orquesta hace dos semanas en Ferrol y Pontevedra. Una solución ideal pero que dejó la velada en menos de sesenta minutos de música.
Sí se conservó la primera obra de la noche, el endiablado Concierto póstumo para viola de Bela Bartók, en la versión de Tibor Serly. Joaquín Riquelme, atril de la Filarmónica de Berlín, menos habitual en su faceta de solista, dejó una gratísima impresión, exhibiendo una depuradísima técnica, un sonido pleno y clarividencia musical confiriendo sentido en todo momento al peculiar lenguaje de Bartók, labor especialmente ardua en el atávico Moderato inicial. Trigueros, desde el pódium, apoyado en unas lúcidas maderas y ágiles cuerdas, felinas en esta obra, consiguió conjugar de forma idiomática los dos mundos sonoros, el orquestal y del solista, siempre entrelazados, que no enfrentados, en el cautivador juego de pareja que Bartók construye. Riquelme exhibió una articulación primorosa, a la vez que luchó exitosamente con los irregulares ritmos y con el reto de mantener impoluta la afinación en una parte rebosante de armónicos y disonancias. Qué mejor ejemplo que su visceral cadencia, la cual subrayó su capacidad para articular con claridad y precisión las estructuras armónicas más intrincadas. Los más accesibles Adagio religioso y Allegro vivace aportaron respectivamente, emoción y excitación. Riquelme ofreció de propina una vertiginosa Allemande de la suite núm. 1 de Bach, un nuevo ejemplo de la versatilidad y flexibilidad con las que estas obras se pueden interpretar en la viola.
El amor brujo no resultó tan ameno. Cada vez más habitual en su versión original de 1914, a pesar de la camerística orquesta, en este caso ampliada al máximo, plantea el reto a la cantaora de enfrentarse a salas modernas como el Palacio de la Ópera. La amplificación es una opción casi obligada y el resultado nunca va a ser satisfactorio. En este caso, más que un aliado fue un enemigo, pues impidió que la voz de Marina Heredia, oscura y resonante, dotada de la consabida aspereza, sonase natural y plena en su esencia. En lo orquestal excelente labor los solistas, entre los que realzaría al oboe de David Villa, y la trompeta de Manuel Fernández Álvarez, pero también de todo el conjunto, liderado por Trigueros, quien se mueve como pez en el agua en este repertorio, tal como nos mostró hace dos años con El corregidor y la molinera. De ese concierto recuperó Marina Heredia como propina una emotiva Nana de Sevilla en la que una vez puso de relieve esa gitanería a la que Lorca tan sabiamente nos quiso retrotraer. Punto final a un programa tan breve como reparador.