Por esa tendencia del ser humano a la curiosidad, cualquier obra que haya quedado inacabada está envuelta en un halo de misterio. ¿Por qué nunca se llegó a terminar esta sinfonía? ¿Cómo hubieran sonado los movimientos que les faltan? Son algunas de las cuestiones sobre las que podríamos debatir largo y tendido sin llegar nunca a una respuesta satisfactoria.
Las dos sinfonías inacabadas que nos ofreció la Orchestra dell’Accademia Nazionale di Santa Cecilia nos conmueven, en parte, por lo que pensamos que podrían haber sido con un destino alternativo y, sin embargo, es la omisión del final lo que nos permite admirar la belleza de la imperfección, el desorden, la carencia de una cadencia perfecta que nos invite a aplaudir, supone casi un acto de rebeldía involuntario contra la forma que nos fascina. En un mundo en el que el placer es instantáneo y al alcance de un click, la negación del mismo, la imposibilidad de que la tensión se resuelva mediante una dominante que caiga a la quinta, resulta frustrante e irresistible a la vez.
Sobre esta catarsis se le propone a Antonio Pappano ofrecer un espectáculo, y el maestro recoge el guante sin despeinarse y trata el material “reducido” de estas sinfonías con un respeto y cariño sin igual. El pianissimo inicial fue exquisito, como una bruma matinal de la que emerge con tensión la melodía del clarinete acompañada de un impecable crescendo. Pappano pone aún más en la repetición del tema aún más tensión y esta asciende con el volumen de la orquesta para de repente, hacer que la bruma se esfume y emerja, pequeño y humilde, como los rayos de un sol invernal, la melodía de los violonchelos. En general, Pappano equilibra con gran éxito los reguladores y los matices en este primer movimiento haciendo gala de una dirección natural y orgánica. Precisamente, son los súbitos y los golpes sonoros lo que no suenan con tanta precisión bajo la batuta del maestro, pero logra que la música se mueva con tanta naturalidad que no afecta de forma sustancial a la ejecución de la obra. En el Andante con moto el flujo melódico es aún más notorio, las melodías fluyen cristalinas gracias a los timbres puros del clarinete y el oboe que, con gran delicadeza, consiguen un sonido capaz de llenar el auditorio desde el piano. Pero este río de aguas puras no va a dar al mar, sino que, simplemente, tal y como surge desaparece en un aura misteriosa de pizzicatti y vientos.
En la Sinfonía núm. 9 de Bruckner a lo de “inacabada” debemos añadir también el subtítulo de “desordenada”, pues intercambia la posición habitual del Adagio y el Scherzo. Quizás Bruckner trataba de ocultar en cierto modo un movimiento de una violencia brutal, con unos ritmos y una armonía que emite un salvajismo propio de las danzas y coros dionisíacos. Pappano no tembló al exagerar los matices y la violencia recordándonos a la histórica grabación de Carlo Maria Giulini al frente de la Wiener Symphoniker. La cuerda respondió muy bien, con un sonido apoyado en el grave y en las trompas y unos violines que saltaban de los asientos con cada acento. Los vientos también tuvieron mucha presencia y supieron destacar correctamente sus apariciones más relevantes.
Después de esta revelación que supone el Scherzo, tocaba lidiar con un largo Adagio que, en cierta medida, podemos considerar anticlimático, pero que tiene muchos detalles que, bien explotados, no solo nos permiten comprender la gran belleza que esconden estos compases, sino que es toda una clase magistral de dirección. Bruckner nos ofrece todo un catálogo de timbres a los que el maestro debe poner el foco en el momento exacto y volverlos a ocultar entre un maremágnum orquestal.
El final inconcluso provoca unos preciosos segundos de duda y silencio. Lo justo para asegurarse que ha terminado esta música carente de cadencia perfecta. Pero, cuando los aplausos comienzan, se extienden durante varios minutos, el público se rinde a la belleza de lo imperfecto, de lo inconcluso.