Nuevo programa y nuevo solista para el segundo concierto ofrecido en Madrid por la Royal Philharmonic Orchestra que, como decíamos en nuestra anterior reseña, era la formación invitada por Ibermúsica para su ciclo de la Serie Arriaga. Si bien en el concierto precedente venía la orquesta acompañada de la violinista Esther Yoo, a quien los asiduos de Ibermúsica conocemos de anteriores visitas, en esta ocasión traía a Narek Hakhnazaryan, violonchelista que se presenta por primera vez con esta entidad. Se ha dicho de él que es “nada menos que magnífico”, por lo que, obviamente, la expectativa le precede.

También le precedía la expectativa a la orquesta, a juzgar por el concierto del día anterior, y nos parecía que en esta ocasión el resultado iba a ser más interesante. El programa incluía obras de corte nacionalista, y ya en el concierto precedente nos había ofrecido una brillante interpretación del poema Finlandia, de Sibelius, que resultó en general bastante convincente. Se le dio bien a la orquesta proyectar el sonido a través de los metales, y conducir eficientemente los fraseos pronunciando las líneas melódicas con una dirección adecuada. Con un sonido bien expresado en todos sus registros, nos había parecido que dominaba la orquesta este repertorio.
FinaleClaro que el concierto de Dvořák es otra cosa, sin menoscabo del magnífico poema sinfónico del compositor finlandés. Se trata de una composición más larga que tiene una estructura mucho más compleja, unas líneas melódicas más sutiles y una dificultad rítmica más evidente. Y a ello hay que añadirle que se trata de un concierto, y que hay que amoldarse a las características del solista. Es en este punto donde el concierto, que se había iniciado con una brillante introducción orquestal, perdió señas de interés al sentirse demasiado contrastado entre el sonido del solista y el de la orquesta. La mayor parte del tiempo correcto, nos costó reconocer ese halo de magnífico que uno suele atribuirle a los maestros legendarios, y nos aferramos a la belleza de un sonido personal y más o menos expresivo que, tal vez, nos habría reconfortado más en un recital de cámara o en un concierto de dimensiones más modestas. Resolvió, qué duda cabe, las dificultades técnicas que se presentan en la partitura, que no son pocas, pero le costó en momentos del Finale mantenerle el pulso a la afinación.
Le llegó el momento a Hakhnazaryan de hacer valer sus habilidades musicales al término del concierto a través de una propina, y tal vez habría sido bienvenida una muestra de alguna Suite de Bach, de esas que suelen ser seña de identidad de muchos violonchelistas, por combinar en pocos compases múltiples exigencias expresivas. Nos convenció, en cambio, con el finale de la Suite de Gaspar Cassadó, desconocida para muchos.
Así las cosas, nos reencontramos con la orquesta tras el descanso en lo que, diríamos, resultó ser lo mejor de los dos encuentros con la formación, es decir, la magnífica Sinfonía Manfredo de Chaikovski, basada, como saben, en un texto de Byron. Reconocemos el mérito de la orquesta, si bien hay que reconvenir a la percusión, que nos despistó el ritmo en más de una ocasión; pero sin duda hay que concederle el mayor mérito al propio Chaikovski, que logra en esta opus 58 una obra orquestal extraordinaria, que nos lleva a través de una multiplicidad de emociones sin dar tregua, y con un enorme lucimiento orquestal bien para el conjunto, bien para los solistas, entre los que destacamos al organista, que nos llamó la atención con su exultante intervención final.
Bien expuestas todas las problemáticas de la partitura por una orquesta que dio lo mejor de sí en este último episodio, lo cierto es que el recibimiento de la audiencia fue más bien moderado. Pese a ello, y sin pedirlo demasiado, recuperó la formación la propina del día anterior, y volvió a empañar el intenso recuerdo de las profundas acometidas artísticas de esta sinfonía con una insignificante partitura de Glazunov, de marcado aire español.