Entraña, sin duda, una dificultad particular afrontar una obra del repertorio tan importante como el Winterreise de Schubert. Sin menoscabo de otros ciclos o de otras canciones más o menos agrupadas de este u otro compositor, es el Viaje de invierno uno de los episodios más conocidos dentro de la música vocal, y tiene como referentes principales las interpretaciones, clásicas y respetadas, de maestros de la talla de Fischer-Dieskau junto al magnífico pianista Gerald Moore. Hoy es nuestro pianista Ammiel Bushakevitz, de quien nos dicen en el programa que se trata de uno de los últimos estudiantes privados del mencionado Dieskau, por lo que podríamos adelantar una interpretación fundada en la narración del conflicto, en el empaste artístico, y en ningún caso en un desequilibrio de egos.

Su compañero de viaje es el barítono alemán Konstantin Krimmel, un cantante que ha sido ampliamente reconocido por su habilidad vocal, su expresividad y su versatilidad. Ya lo percibimos con toda claridad en la inolvidable Gute Nacht, la pieza que abre el ciclo, pausadamente en esta ocasión. Planteó Bushakevitz un tempo más lento del habitual, dotando a la pieza, no obstante, de una dirección declamatoria con un carácter rítmico impecable, aún cuando el acompañamiento pianístico es de una sencillez abrumadora. No le propició esto ningún problema con el fraseo a Konstantin Krimmel, sino que, más bien, nos dejó percibir un dominio de la respiración que benefició al legato, a la pronunciación y, por tanto, a la expresión del poema de Müller.
El contraste de tempo vino a continuación con la inquietante Die Wetterfahne. En ella apreciamos, además, una comunicación impecable entre ambos músicos, ya que este lied presenta líneas melódicas paralelas y unos fraseos conjuntos que requieren la máxima preparación para evitar desajustes. También hubo momentos de contraste dentro de la misma canción, como en Der Lindenbaum, que presenta dos caracteres distintos entre la introducción pianística y la intervención vocal. Una comunicación exquisita y una mediación del tempo flexible y coherente lograron hacer de esta pieza una unidad expresiva sobrecogedora.
Así nos vimos ante un barítono que propició en general una audición cómoda y agradable, ya que sin duda posee una habilidad de proyección vocal que es capaz de llenar una sala, sin exigir grandes esfuerzos al oyente, produciendo una resonancia envolvente y cálida. Además, lejos de regodearse en el carácter pesado y dramático que en ocasiones se les atribuye a los barítonos, mostró la suficiente agilidad para navegar por todas las emociones con notable maestría.
No obstante, la mayor maestría percibida en este recital se debió a la habilidad de ambos intérpretes –por supuesto a la inigualable partitura de Schubert– para darle unidad y estructura narrativa a un ciclo de veinticuatro canciones, que ahondan en sentimientos desoladores que se regodean en la desesperación o en la resignación; ambos supieron transmitir la desolación de la pérdida, la soledad o el cansancio, y hasta la angustia y el pavor por la lejanía de la tumba con una profundidad especial que solo se consigue cuando existe, como en este caso, una verdadera conexión entre dos grandes artistas.