Cuando hablamos de “ópera cortesana” pareciera ser que nos referimos siempre a un término caduco, de otra época, impropio de la modernidad y, sin embargo, aquí tenemos a Achille in Sciro de Francesco Corselli. La ópera a la que la producción del Teatro Real ha querido poner el acento sobre su componente cortesano, resulta ejemplo en su pureza prístina de un tipo de ópera que se extiende desde el propio origen del género operístico hasta, al menos, la Gloriana de Benjamin Britten.
Tanto Gloriana como Achille in Sciro tienen como “espectador protagonista” a una soberana a la que el músico, súbdito privilegiado, tiene el honor de ofrecer una lección moralizante escrita en el lenguaje más sublime que existe, que es la voz cantada. Al estilo de los antiguos griegos, ha de lograr que la espectadora se sienta identificada con el personaje y, a través de la exaltación de las emociones que supone el drama, logre esa katharsis aristotélica que le permita purificarse y entender cuál es su deber.
En este aspecto, Mariame Clément encuentra una manera sutil y, a su vez, absolutamente clara de enseñar al espectador actual cuál era esta función original del Achille in Sciro, logrando unir el mito con la historia de una manera que se siente completamente natural. La escenografía, una gruta, permite, por una parte, no situar la trama en un periodo histórico concreto, al mismo tiempo que supone un escenario con muchas posibilidades por el que los actores pueden moverse, situarse en planos diferentes y, en definitiva, dotar a la obra de un dinamismo muy necesario para una creación de estas características. Por éste veremos pulular a la infanta María Teresa Rafaela, interpretada por Katia Klein, atenta a la escena y llegando incluso a interactuar en momentos muy concretos con los protagonistas del mito, mostrándonos así cómo esta joven infanta se pudo sentir directamente interpelada por la obra de Corselli.
Pero si con algo hay que quedarse del estreno —¡por fin! — del Achille in Sciro es con la música. Concretamente con el hecho de que una partitura con la calidad que escuchamos anoche haya permanecido silenciada durante la friolera de 279 años. El Achille in Sciro del Teatro Real nos traslada a través de esa infanta deambulante a una España que mira a Europa en lo musical y nos demuestra que el Madrid de Felipe V, igual que el Nápoles de su hijo, podía mirar a la misma altura el resto de cortes europeas de la época.
Ivor Bolton junto con la Orquesta Barroca de Sevilla y el Monteverdi Continuo Ensemble fueron los encargados de dar vida a las particellas rescatadas por el equipo de Álvaro Torrente y el Instituto Complutense de Ciencias Musicales. La edición crítica es excelente, y sonó correctamente equilibrada bajo la batuta de Bolton, excepto por muy pocos momentos en los que los metales sobresalieron demasiado. Tiene la partitura momentos de gran lucimiento para los músicos: en el tercer acto hay que destacar el dueto del violín con Deidamia o el solo de trompeta del aria de Teagane, así como el ballet reconvertido en una cajita de música en las manos de la infanta, un recurso más que muestra la brillantez de Mariame Clément.
Gabriel Díaz (Achille/Pirra) —en sustitución de Franco Fagioli— y Francesca Aspromonte (Deidamia) estuvieron soberbios en esta escena. Del primero se debe destacar la excelente actuación que tuvo en todo momento, teniendo en cuenta que debió preparar el papel protagonista en un tiempo récord. La voz estuvo más tirante, especialmente en un primer acto en el que no alcanzó correctamente los agudos. No obstante, supo sobreponerse y, durante el resto de la ópera pudimos escuchar arias musicalmente muy interesantes, con todas las cuestiones técnicas (zonas de paso, apoyos…) solventadas y con una imponente carga emocional.
Francesca Aspromonte realizó un papel encomiable, al igual que Tim Mead (Ulisse). Ambos destacaron por el cuerpo y proyección de sus voces. La soprano destacó además por la calidad de sus ornamentos y el dominio de su registro más agudo, mientras que el contratenor mostró un fraseo muy orgánico en todas y cada una de sus intervenciones. También por el fraseo y, especialmente, por el fiato destacaría Krystian Adam (Arcade). No estuvo tan correcto Mirco Palazzi (Licomede) cuyo timbre aterciopelado sufrió en las notas más graves, llegando incluso a interrumpir la línea. Aunque el bajo se mostró capaz de abordar un gran registro vocal. Por su parte, Sabina Puértolas (Teagene) encaró un papel complejo que resolvió correctamente, faltando únicamente algo más de proyección que le hubiera permitido lidiar mejor con la orquesta en el primer acto. Juan Sancho (Nearco) destacó más por su excelente labor actoral que por la vocal, donde además de un bonito timbre, tampoco hubo grandes detalles a destacar.
Se hace justicia, por fin, con Corselli, pagando, con intereses, una deuda con nuestra propia historia que merece realmente producciones de gran calidad como es la del Achille in Sciro.