Hace un año, Les Arts ponía en escena una producción propia, aunque compartida con los teatros de Ámsterdam y Nápoles, de Anna Bolena, el primer título de la “trilogía Tudor” donizettiana. En esta ocasión hemos visto Maria Stuarda y se espera que el próximo curso se presente Roberto Devereux. Los mimbres de las dos primeras óperas son los mismos y todo apunta a que también serán los del próximo capítulo. Por eso, tal vez, lleguemos a apreciar el objetivo de esta revisión cuando tengamos la serie completa. Por el momento, presenciamos una versión que sirvió más al bel canto que al drama en su conjunto.

Loading image...
Silvia Tro Santafé (Elisabetta) y Eleonora Buratto (Maria Stuarda)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

La puesta en escena de Jetske Mijnssen persiste en mostrar algunos elementos que ya aparecían en Anna Bolena: la reina niña, una muñeca o las sillas. Y añade otros que, a primera vista, son complicados de asimilar: figurantes ensangrentados, niño muerto, una Isabel multiplicada que cae inerte cuando la tocan y un juego de sillas que parece un tablero de tres en raya sobre el que se mueve el sexteto al final del primer acto. A esto hay que añadir las continuas evoluciones de un esforzado y plástico cuerpo de bailarines, que junto al coro llenan –a veces abarrotan– la única estancia en la que transcurre la acción. Una habitación estrecha, vista en perspectiva, que oprime a las protagonistas, del mismo modo que sus pensamientos. Y no sólo se trata de que pretendan al mismo hombre, sino que confrontan los temores personales de cada una. Del primer asunto, no obstante, no hay atisbo alguno. Ni celos, ni pasión. La iluminación no dice mucho y el vestuario en algún momento ayuda a situar la acción en el Renacimiento. En otro presenta a Leicester en camisa y pantalón negros, como en la actualidad. Además, los tempi escénicos fueron pesantes y la dramaturgia, pese a todo, tendente al estatismo.

Loading image...
Ismael Jordi (Earl of Leicester) y Silvia Tro Santafé (Elisabetta)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

El único favorecido por esta quietud fue el canto. Desde las primeras notas emitidas por Silvia Tro, tuve la sensación de asistir a una clase magistral de bel canto. No faltó de nada en un elenco caracterizado por su calidad e interiorización de los personajes. Y, en línea con el planteamiento escénico, todo fue dicho con calma; con la intención de diseccionar psicológicamente cada escena, mas faltó emancipar emocionalmente al oyente. Tro y Buratto, que debutaba como la protagonista de este título, constituyeron una pareja de muchos quilates. Ambas sopranos lucieron gusto, proyección, equilibrio, acertado manejo de los volúmenes e innumerables recursos. Al principio del dúo que cierra el primer acto, el timbre de la primera era un tanto más oscuro que el de la segunda, penetrante y claro, diferenciando bien cada estatus, pero conforme evolucionó el duelo –y la función para Maria– estos colores mudaron para complementarse o diferenciarse aún más según el diálogo. Del mismo modo, se intercambiaron cetro y orbe, y fueron vestidas y desvestidas a la vista del público, como para advertir lo intercambiable de sus actitudes. Ismael Jordi también mostró dominio absoluto del estilo: obtuvo líneas melódicas limpias, fraseó con musicalidad y lució amplios graves, empero estuvo justo en los agudos. Su sonido se complementó bien en el segundo acto con el de Carles Pachon, quien destacó por arrojo y caudal voluminoso. Manuel Fuentes y Laura Orueta no anduvieron a la zaga entre un trío protagónico de tanta altura.

Loading image...
Eleonora Buratto (Maria Stuarda) y Silvia Tro Santafé (Elisabetta)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

El otro sobresaliente de la noche se lo llevaron ex aequo el veterano Maurizio Benini, la Orquestra de la Comunitat y el Cor de la Generalitat. Benini, también hizo suya la calma de la que hablaba, y facilitó una sonoridad global redonda y compacta. Fraseó con gusto hasta el más nimio acompañamiento, siempre al servicio de los cantantes, y les remató todos los finales en pareja con una mano izquierda prodigiosa. Las maderas lucieron empaste y un sonido rico en armónicos. Destacó especialmente la paleta de las flautas y la limpieza de las trompetas en las llamadas del segundo acto. Incluso se percibió algún atisbo de chispa rossiniana. Las trompas sirvieron una sonoridad sombría al final, muy bien conjuntada con los cantantes del coro, convertidos por unas capas en oscuros y deformes espectros. Si bien su primera intervención resultó poco clara, acabó con un protagonismo indiscutible por su expresividad.

Como decía, tal vez, podamos comprender qué quiere contar Mijnssen cuando veamos la trilogía completa. Por el momento, disfrutamos de la parte musical.

***11