La entrada a la sala en la noche del estreno de Die Zaublerflöte produjo un shock momentáneo. Decenas de pancartas, enormes, reproduciendo las consignas de los movimientos de protesta de la última década, adornaban hasta el último rincón de las balconadas de Les Arts y se extendían hasta penetrar el escenario. La noche prometía una intensidad subversiva que, por desgracia, se quedó en tan solo una sucesión de clichés trasnochados.
Graham Vick es un creador comprometido y sofisticado que hurga en las complejidades políticas y psicológicas de las realidades sociales que analiza. Es, además, conocido por su espíritu iconoclasta y por su voluntad incansable de acercar las obras clásicas al público, trasportándolas al aquí y ahora. En esta Flauta mágica, el viaje de la oscuridad hacia la luz que nos planteó Mozart se transforma en una tensión de clases, entre los excluidos y las instancias de poder en su dimensión financiera, productiva y religiosa. Podría haber funcionado. Sin embargo, no hay en este análisis del poder voluntad de entender, ni rastro de reflexión sobre asuntos constitutivos –el empoderamiento, la emancipación o la biopolítica, por apuntar solo algunas– tan solo consignas manidas que en ciertas ocasiones tienen encanto estético, pero que frecuentemente resultan bochornosas. Un buen ejemplo estaría en ese actor que desde el público interrumpe la acción y le grita al Sarastro-magnate: “No ves que [Monóstatos] es tan solo una víctima [del sistema]”. Códigos y elementos que parecieran sacados de una obra amateur de los setenta y que, vertebrando toda la propuesta escénica, sabotean cada paso del viaje. Cuando uno se mete a estas guerras debe, al menos, ir con las armas renovadas.
El aspecto vocal ofreció algunos asideros que se hicieron más sólidos según avanzó la velada. Dmitry Korchak comenzó flojo en el aria del retrato, desafinando y con dificultades para los ataques en el tercio alto. En el segundo acto, su Tamino en chándal pareció renacer, resolvió los problemas técnicos para lucir su bonito color, legato y proyección confiable. Hubo que esperar también hasta el segundo acto para que la Pamina de Mariangela Sicilia ofreciera el único momento sublime de la noche, un “Ach, ich fühl’s” retardado, introspectivo y cargado de esa candidez que el personaje tanto agradece.