En pleno 2025, nadie debería sorprenderse de que un director decida interpretar, modificar o incluso eliminar los elementos escénicos de un libreto en su lectura de la obra. Pero hay algo que debe cumplir: eliminar trae consigo la obligación de aportar algo novedoso o sugerente, o, al menos, interesante. Es precisamente esto lo que no ha ocurrido en el doble programa de Béla Bartók que el Teatro Real nos ofrece estos días. Christof Loy nos ha presentado una propuesta escénica en la que impera lo insuficiente. Es una producción que hubiera rozado lo insustancial de no ser por el buen trabajo realizado en el foso.

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Nicky van Cleef (Primer vagabundo), Carla Pérez Mora (La chica) en El mandarín maravilloso
© Javier del Real | Teatro Real

Como un comisario de exposición, Loy configura un programa de dos piezas a través de una idea: “la muerte no puede vencer al amor”. Una frase interesante cuyo desarrollo dramático se extingue en su enunciado sin llegar realmente a expandirse por las tablas de la escena. Es notable la falta de ideas en un vacío creativo tan sólo salpicado por algunos tropos escénicos ya vistos bastantes veces (hace tiempo que la estética de basurero dejó de interesarnos). Tampoco este vacío sirve para resaltar una dirección de actores poco creíble y que en ocasiones roza el bochorno: es tan difícil simpatizar esos ataques de rabia forzados de Barbazul. La historia de El castillo se vertebra a través de una secuencia de elementos alegóricos que, en esta ocasión, aparecen totalmente delegados a la orquesta, sin que el intento de presentar el desgarro introspectivo de los personajes logre compensar la pérdida. Tampoco el lenguaje corporal de los bailarines en el Mandarín termina de convencer, la sexualidad y la violencia se despliegan a través de unos pocos pasos, repetidos insistentemente, que muestran maneras más propias de talent show televisivo que de un espacio de creación artística.

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Christoph Fischesser (El duque Barbazul) y Evelyn Herlitzius (Judith)
© Javier del Real | Teatro Real

Los cantantes cumplen bien en el aspecto vocal. Es rotunda y sólida la voz del barítono Christof Fischesser como Barbazul. Tiene un timbre atractivo y buen control en los tres registros, aunque en ocasiones se echan en falta las inflexiones dramáticas que los cambios en su discurso requieren. La soprano dramática Evelyn Herlitzius presenta con orgullo su herencia wagneriana (por momentos uno cree estar escuchando su Brünnhilde). En todo caso, es quien realiza el mejor trabajo interpretativo del conjunto escénico. Su emisión, sobre todo en forte, sigue siendo poderosa y desgarradora, aunque la estabilidad se resiente en las medias voces y los pianos. Curtida dramáticamente, es capaz de sacar los mejor de las escasas posibilidades interpretativas que la escena de Loy le permite.

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Christoph Fischesser (El duque Barbazul) y Evelyn Herlitzius (Judith)
© Javier del Real | Teatro Real

Pero lo mejor de la noche estuvo sin duda en el foso y en la batuta certera de Gustavo Gimeno. En las dos obras del programa —sobre todo en El castillo de Barbazul— es capaz de desplegar, casi de forma visual, el abanico simbólico que Bartók concibió. Hay un primoroso trabajo en la calidad de las cuerdas y sobrecogedor en los metales. Las flores, la sangre, las coronas, la grandeza del reino y la tristeza ligada al destino llegan a la audiencia sólo cuando se cierra los ojos para abrir los oídos.

Cuesta comprender como el responsable del extraordinario Eugene Oneguin del que disfrutamos hace tan solo unos meses en este mismo teatro –profundo, incisivo, emotivo y espectacular– sea el mismo que firme este programa doble. Quedémonos con ese recuerdo a la espera de que este creador vuelva a sorprendernos con su genio en otra ocasión.

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