Este clásico reposó sus alas de nuevo en el teatro catalán, asegurándose la llamada de un público que se dejaría maravillar por el dramatismo, la emotividad, y también por el orientalismo, de la partitura pucciniana de Madama Butterfly. Ciertamente, el cuadro de máxima expresividad ofrecido por Cio-Cio-San y su “tragedia japonesa” —tal y como la tildó el compositor italiano— es uno de los emblemas operísticos; una obra capaz de ser su propia némesis, en la que una aparente fragilidad del personaje le hace presentarse y avanzar como el motor intenso, dramático e irremediablemente romántico, que se sobrepone a cualquier artificio. Una muestra musical que la convierte, por ende, en una de las óperas más consistentes del repertorio y que sobrevuela por todos los teatros, tocándole esta vez al barcelonés para cerrar el año.
La felicidad y la desgracia de esta Madama Butterfly sucede en un Nagasaki de finales de siglo XIX plenamente historicista; la producción de Moshe Leiser y Patrice Caurier combina el magnetismo de un orientalismo tradicional —a base de kimonos, grabados paisajistas, tatamis, puertas correderas y flores de cerezo— con su contrapartida, la mirada extranjera con aires de conquista, haciéndose presente entre banderas, galanterías y trajes de corte imperio. Una Cio-Cio-San geisha y un Benjamin F. Pinkerton como teniente estadounidense protagonizan el melodrama enmarcados en un intercambio de imágenes contextuales de la época: Oriente frente a Occidente, lo sagrado frente a lo libertino, la dulzura frente a la cobardía. Y traducido al más puro estilo hierático, la escenificación no solamente recrea la esencia cultural de una tradición, sino que la posibilita plasmándola estéticamente en la elegancia japonesa prestada al hieratismo de postal de viaje. La escena de Christian Fenouillat y la iluminación de Cristophe Forey hacen de la casa de la protagonista el único escenario (o jaula) donde se desarrolla la captura, el encierro y la muerte de esta ‘mariposa’ de manera abierta. La calidad de todo ello es indudable y la funcionalidad de la fidelidad recreativa salva a cualquiera de cometer imprudencias, pero cierto es también que escasea en creatividad y le resta posibilidades a las voces al no tener una caja de resonancia de apoyo, sin dejar de pensar en el propio coro y su mágico momento bocca chiusa.
Aunque cualquier especulación escenográfica no podría alcanzar la calidad de éxito si no contase con un igual musical que lo complementase con la misma rigurosidad. Paolo Bortolameolli fue quien dirigió una Orquestra Simfònica del Liceu en mayúsculas, revelando las contraposiciones escénicas con las emociones internas de la partitura. El director chileno, quien fue asistente de la Filarmónica de Los Ángeles capitaneado por Gustavo Dudamel, surcó el foso orquestal dibujando los dos mundos que representaban los personajes. Bortolameolli significó dominio del carácter dramático y deleite cromático; la búsqueda de los detalles, la flexibilidad de las modulaciones o incluso la manera de alargar secuencias, que dieron el toque distintivo a una manera de hacer que, gustando más o menos, aportan una autoría de hacer a la interpretación de la obra con una orquesta dedicada a la variedad de atmósferas y colores. Con él, la gran estrella del reparto: una Sonya Yoncheva que fue de menos a más y que acabó siendo la catarsis que todos esperábamos. Cuenta con un timbre afinado (aunque poco estable en los agudos) y una resistencia de proyección muy depurada, y aunque su progreso fue desde lo más contenido en el primer acto, a partir del segundo desarrolló un porte más inclinado a lo emotivo, siendo sin duda su momento más álgido el último capítulo, ejercicio donde explotó los recursos líricos. Su siempre compañera presente en el escenario, una Annalisa Stroppa en el papel de Suzuki, cumplió sobradamente su rol haciendo protagonista su exposición emotiva, como lo haría uno de sus antagonistas, Lucas Meachem como Sharpless. Matthew Polenzani dio vida a Benjamin F. Pinkerton que llamaba la atención por sus agudos.
La Madama Butterfly de Leiser-Caurier, Yoncheva y Bortolameolli lograron un estreno con vítores y celebraciones, confirmando una vez más que una buena combinación de emociones narrativas y musicales, hacen que clásicos como este regresen para asegurar un vuelo alto en cualquier teatro del mundo.