Una obra de reconciliación y otra de admiración por un lugar mágico. El Palau de la Música de Barcelona pudo disfrutar de un programa en el que se sintetizaron el lirismo del Doble concierto para violín, violonchelo y orquesta, de Brahms y de la evocación de los paisajes escoceses de la Sinfonía núm. 3 de Mendelssohn, de la mano de los solistas Daishin Kashimoto y Alexander Chaushian junto a la Franz Scubert Filharmonia, bajo la batuta de Tomàs Grau.
La velada empezó con el Doble concierto de Brahms, obra a la que le costó consolidarse en el repertorio, pero a la que el tiempo otorgó su lugar. Se trata de una pieza cargada de lirismo, y que tuvo como uno de sus objetivos la reconciliación entre el compositor y el violinista Joseph Joachim. El chelista Alexander Chaushian brindó a la sala una interpretación serena, brillando en sus partes solistas con un timbre sobrio, ofreciendo ataques con fuerza y una buena ejecución de las dinámicas. Por su parte, el violinista Daishin Kashimoto se mostró suelto, con un dominio técnico del violín exquisito. Sin embargo, en ocasiones se valió demasiado de los pianos, haciendo que Chaushian tuviese que adaptarse para establecer un diálogo complementario en cuanto al sonido.
Tomàs Grau dirigió el concierto con la precisión y claridad que le definen. Los tempi y los volúmenes que escogió hicieron que la orquesta no fuese un mero acompañamiento. Grau consiguió que la formación fuese el tercer elemento con el que terminó de explotar el lirismo característico de este concierto. Durante el Andante, el Palau pudo disfrutar de la conjunción entre los solistas y la orquesta. Kashimoto y Chaushian estuvieron muy bien empastados durante la ejecución de las octavas paralelas, mientras que la sección de viento brilló en los diálogos con los solistas.
Al Doble de Brahms le siguió la Sinfonía núm. 3 de Mendelssohn. La belleza de los paisajes que cautivó al compositor alemán se vio trasladada a la sala principal del Palau de la Música. La obra dio comienzo con su tema principal, inspirado en el Palacio de Holyrood, dibujado por los vientos y las violas, seguido por el motivo de las semicorcheas de los violines, creando una atmosfera cautivadora en la sala. El devenir de la obra se vio marcado por una interpretación bastante fiel a las voluntades del compositor. La fuerza del primer movimiento quedó reflejada con el dominio de las dinámicas, explotando en su parte final, donde cabe destacar los cromatismos ejecutados por la sección de cuerda y finalizando con el retorno del tema que introduce la obra.
El director no dejó apenas pausa entre movimientos, lo que dio sensación de continuidad, respetando los deseos de Mendelssohn. Muy seguidamente llegó el Vivacce non tropo, que nos separó de la densidad orquestal del primer movimiento. La belleza del Adagio se vio resaltada por los tempi elegidos y los contrastes dinámicos que lo dotaban de un mayor dramatismo. La densidad sonora obtenida por medio de los forte se suavizaba con la delicadeza de los pianos que brindó la formación. La sinfonía llegó a su fin llena de energía con el Allegro vivacissimo. Grau supo destacar con fuerza sus temas contrastantes hasta llegar a la coda final, donde el tema de Holyrood reaparece y se resuelve airosamente.
El director decidió terminar la velada con un bis, repitiendo el segundo movimiento de la sinfonía de Mendelssohn, Vivacce non troppo, una vez más perfectamente interpretado. Fue un placer disfrutar de las tablas de Kashimoto y Chaushian, así como de la Franz Schubert Filharmonia, la cual brilló gracias al buen hacer de su director.