Entre las ilustres batutas que visitan desde hace décadas la Orquesta Sinfónica de Galicia destaca la fructífera relación establecida con el catalán Josep Pons. Independientemente del programa que traiga bajo el brazo, en todos sus conciertos despliega una química mágica, tanto con los músicos como con la audiencia. Los melómanos que se dirigieron en un desapacible día al Palacio de la Ópera eran plenamente conscientes de ello. De ahí las caras expectantes a pesar del monolítico programa. Tercera y Primera de Brahms no es lo más alentador para un público que ha disfrutado estas obras hasta la saciedad. Sólo una interpretación tocada por esa magia que comentábamos podría salvar la noche. Y hay que admitir que justo así aconteció.

No fue casualidad, pues justo antes de la pandemia, Pons había ofrecido una excelente Cuarta que en aquel momento nos sorprendió por la naturalidad con la que, en una aproximación más emocional que cerebral, había llegado a la esencia de Brahms. Y esa fue la tónica de este doble programa: versiones intensas y viscerales, no necesariamente vertiginosas –más la Tercera que la Primera– en las que Pons impartió una clase de dirección, desplegando desde el pódium una gestualidad teatral y precisa, asegurándose de que cada cambio dinámico y temporal se transmitiera claramente a los músicos.
El apogeo fue el movimiento lento de la Primera, un Andante sostenuto en el que el tiempo se expandió casi a la manera bruckneriana, en una ejecución meditabunda y conmovedora como rara vez se escucha. Casi diez sublimes minutos duró la interpretación, pero lejos de caer en el tedio, Pons convirtió la escucha en un viaje musical embriagador. Fueron decisivas, como en toda la noche, las intervenciones de las maderas. Inevitablemente, debo citar una vez más a Carolina Canosa por la cualidad etérea y evocadora que imprimió a sus decisivos solos, perfectamente empastados con el clarinete de Juan Ferrer. En el otro gran movimiento lento de la noche, el célebre Poco Allegretto de la Tercera, fue más canónico, pero igualmente expansivo, con una dilatadísima suspensión central, de las que cortan el aliento. Cruciales en este caso los chelos liderados por Raúl Mirás, aportando un sonido profundo y resonante a su hermosa línea melódica, y estableciendo un cálido contrapunto a violines y maderas.
No menos estimables fueron los movimientos extremos de la Tercera. En el Allegro con brio Pons hizo un pleno uso del rango dinámico, desde pianissimi susurrantes hasta potentes fortissimi, acentuando al máximo el contraste dramático. La implicación de la orquesta se tradujo en una articulación impecable, nacida de la pasión y del propósito, transmitiendo las dosis extra de emoción que esta música requiere para no sonar rutinaria. El Allegro final, llevado a un tiempo vivo por Pons, destacó por su exuberante clímax central, pero también por la ductilidad con la que los músicos retomaron el control para dirigir la pieza hacia su serena conclusión, manteniendo, una vez más, un equilibrio milagroso entre todas las secciones.
En la extrovertida y épica Primera, ubicada en la segunda parte, el contraste entre el ya comentado glorioso Andante y los movimientos extremos fue máximo. Fue un primer movimiento frenético, teñido de una obstinación beethoveniana y una urgencia inquietante. Una vez más, Pons encontró un aliado extraordinario en los músicos que modelaron a la perfección las dinámicas, dando vida a crescendi cuidadísimos y poderosos fortissimi, pero nunca forzados o descontrolados ¡Uno de los momentos brahmsianos más expresionistas que recuerdo haber escuchado! El final, sin alcanzar un impacto análogo, fue una satisfactoria conclusión gracias a unas cuerdas inspiradísimas, que una vez más sonaron como un solo instrumento, y que dieron forma a sublimes cambios de carácter, pasando de lo íntimo a lo expansivo o de lo sosegado a lo turbulento con una facilidad asombrosa. Todo el movimiento fue una montaña rusa emocional que culminó en el galopante final, recibido con caluros y merecidísimos aplausos del respetable.