Es bien conocido el plexo de connotaciones relacionadas con la muerte y el dolor que propicia la Sinfonía núm. 9 de Gustav Mahler. No se trata únicamente de una partitura en la que el autor vierte el desgarro vital producido por acontecimientos tan dramáticos como la muerte de una hija, el diagnóstico de una enfermedad terminal o la quiebra del amor conyugal, sino que su carácter conclusivo va más allá de la dimensión personal y determina un cambio de época, una despedida de ese «mundo de ayer» que ha descrito como ningún otro cronista Stefan Zweig y que fenecería tres años después de que la muerte alcanzase a Mahler, con el inicio en 1914 de la Gran Guerra. La Novena, en cierto sentido, comprende todo ello, y lleva el lenguaje sinfónico de su autor hasta un punto de no retorno, en el que las secciones de largo calado –el Andante comodo y el Adagio: Sehr langsam und noch zurückhaltend– dominan la estructura de la obra, marcando el inicio y el final de un universo que, ya desde aquellos años de composición –1908 y 1909–, amenazaba con desaparecer entre las sombras.

El veterano conductor húngaro Ádám Fischer y la Orquesta Sinfónica de Düsseldorf procuraron la salvaguarda de este recorrido, planteando un comienzo tranquilo, que no logró generar la atmósfera adecuada inmediatamente –incluso Fischer se giró durante los compases de arranque en busca del teléfono móvil que sonaba entre el público–, pero que sí pudo durante numerosos momentos recrear esa nostalgia incipiente que aventura el Andante iniciático. Fischer, que dedicó la mayor parte de sus indicaciones a trazar un fraseo amplio y fluido, evidenció un gran domino de los bloques temáticos, pero ni su atenta mirada ni su claro gesto fueron suficientes para evitar reconocibles errores de ataque en las cuerdas y, especialmente, en la voz de trompas, que no estuvo a la altura –también en sentido literal: hubo desafinaciones verdaderamente notorias– del, por lo demás, exigente papel de este primer movimiento.

Sin embargo, las dudas se disiparon a continuación, con la danza del segundo número –Im tempo eines gemächlichen Ländlers. Etwas täppisch und sehr derb–. La formación de Düsseldorf encontró ahora la unidad y la fuerza de sus efectivos, convocados por su director titular a un juego de estímulos y respuestas que lideraron primorosamente los violines I y II. Destacó también el metal –mención especial para la fanfarria de trombones– y la percusión, que incrementó su presencia progresivamente. El carácter, denso pero articulado, y la tensión de archi fueron lo mejor de un cuadro que auspició el encaje hasta entonces no manifiesto de las contribuciones individuales.

Todavía más energía se desplegó en el célebre Rondo-Burleske, donde recursos como el glissando, diversos golpes de arco o los ataques del viento contribuyeron a la mueca que, fiel a los elementos macabros e irónicos del estilo compositivo de Mahler, atraviesa asimismo su última sinfonía completa. La función rítmica predominó en este apartado, y los pasajes virtuosísticos se resolvieron con eficacia, sin perder la dirección ni la coordinación general, confirmando así las elevadas capacidades de la Orquesta Sinfónica de Düsseldorf.

Fischer cerró el ejercicio con una propuesta de intensidad y solemnidad supremas, acordes a la naturaleza de un finale que trata de expresar el máximo sentimiento de desgarro para, acto seguido, desembocar en el desvanecimiento de la realidad circundante. El nivel fue notable, y los tiempos y las dinámicas no estuvieron desencaminados, pero la desconexión en algunas transiciones y en las modulaciones, así como el clima general de tensión –nunca llegó a percibirse el poso y la cadencia gradual con la que debería transcurrir el desarrollo hacia el pianissimo– restaron potencia a una interpretación que, a pesar de todo, debe encarecerse. En definitiva, Fischer y la Sinfónica de Düsseldorf brindaron una actuación digna, pero, dados los condicionantes de la Novena, aquella alienta la intuición de que es posible extraer un mejor resultado.

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