Es de agradecer que el rígido y con frecuencia inmovilista terreno de la música clásica busque expandir sus horizontes. Las hibridaciones y fusiones no ocurren con frecuencia y cuando surgen, suele ser en circuitos alternativos apartados de los templos de la ortodoxia. Con la oportuna excusa del estreno de la Carmen de Bieito, el Teatro Real nos trae un entremés con aires muy españoles, un encuentro entre los distantes mundos de la canción barroca y el flamenco contemporáneo. Establecer diálogos y coquetear con otras formas artísticas aparentemente alejadas es siempre un soplo de aire fresco, que los que concebimos el arte como algo vivo agradecemos… aunque no siempre funcione del todo bien.

El sentido y la pertinencia del programa quedó claro tras la primeras piezas, el punto de conexión estaría en el carácter honesto y la sensibilidad desnuda y popular que rigen ambos universos. Este fue el aspecto más inspirador de un maridaje que se encontró con varias dificultades para despegar. La primera fue el espacio, algo que nunca parece entrar los cálculos de los promotores. Las dimensiones de la sala de un gran teatro de ópera no son las adecuadas para un conjunto barroco ni para un pequeño cuadro flamenco. El sonido, sencillamente, se pierde. Acertadamente, Kožená no intentó superar este conflicto a base de volumen, que hubiera producido una desconexión imperdonable con el resto de la escena, sino acentuado la sensibilidad en el canto. Retirada tras los miembros del Private Musicke dio muestras de gracejo, donaire y gallardía con las piezas populares y una preciosa emoción con “La ausencia” y el Lully en español “Sé que me muero”.

Con la entrada inicial del conjunto flamenco, se produjo la entrega del testigo, las sutilezas barrocas se acompañaron con unas palmas sordas de las cantaoras. Fueron unos compases concebidos como tránsito que resultaron ser el momento más precioso de la noche. Una tímida y delicada fusión que por desgracia apenas se repitió durante el resto de la velada. El diálogo barroco-flamenco tuvo un carácter más bien contemplativo, como quien se entiende y se observa con respeto y cariño, pero no acaba de encontrar un espacio común para compartir, más allá de las miradas cómplices y unos bailes voluntariosos pero algo artificiales entre Kožená y Antonio el Pipa.

Por su parte, el cante y el baile gitano parecieron diseñados para impresionar a un público extranjero, como un catálogo de recursos flamencos que se concentró en la actuación del bailaor. Las ropas coloridas, con apuntes de transgénero y a veces rozando lo circense dieron el punto de espectáculo a un escenario de negros y pardos. Antonio zapateó y jaleó a un público que no se le acababa de entregar. Si bien fue capaz de demostrar la dimensión exuberante de su arte, se le olvidó que también necesita de finura.

La primera parte del concierto fue una prometedora declaración de intenciones, en la segunda la narrativa del programa se extravió: se ofreció más de lo mismo y el prometido amor ente los dos géneros no llegó a consumarse. Tan solo el simpático y enternecedor bis de Kožená “Ay, que me río de amor” de Juan Hidalgo, reunió algunas buenas exhibiciones vocales con la intención popular de la noche y dio una pista de lo que, al menos esta vez, no pudo ser.

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