La liberazione di Ruggiero dall’isola di Alcina es una alegoría, una comedia, como lo es la de Dante, es decir una obra que a pesar de las adversidades se resuelve positivamente, en la que los elementos ambiguos o irreales se van aclarando hacia una solución racional. Es también una ópera (o más bien balletto in musica) en la que la partitura instrumental es rica, abunda en efectos y variedad y cobra un creciente protagonismo. No es, por tanto solamente, como se ha afirmado, la primera ópera por una mujer que ha llegado hasta nosotros. Reducirla a esta primicia parece quitarle su peso sustancial en favor de un valor documental, y además, esta obra de Francesca Caccini debería estar establemente en el repertorio de la música antigua y barroca.
Sin embargo no es hasta ayer que se estrenó en España, de la mano de una producción conjunta del Teatro Real y de los Teatros del Canal, encargando a Blanca Li la dirección y puesta en escena y a Aarón Zapico la parte musical. En relación con la parte escénica se optó por obviar el fastuoso aparato escenográfico que el libreto indica (aunque se mencionaba en el programa de mano, generando algo de expectación) por una concepción austera. Cabe destacar como especialmente exitoso el uso de la iluminación, capaz de envolver con intensidad al espectador, así como la habilidad de crear volúmenes y profundidad en el escenario. La tendencia al claroscuro, que bien representa ese mundo mágico en el que se encuentra Ruggiero sometido al encanto y hechizo de Alcina, terminó empero pareciendo abusivo. Fueron raros los momentos en los que la penumbra nos dio respiro, incluso ahí donde la música y la acción parecería requerirlo. De hecho, esta atmósfera sombría no siempre se correspondía con lo que está sucediendo, dando lugar a una disociación emocional entre música y escena. Faltaron las justas inflexiones dramáticas en el desarrollo de la trama y sobraron algunos detalles más bien estrafalarios como unos corazones de peluche flotantes en el duetto inicial de Ruggiero y Alcina, unos sonidos de viento y pajaritos exagerados, o escenas, como el lamento de las plantas o la tempestad con los monstruos, farsescamente plasmadas, lejos de la intención original. En resumen, una puesta en escena en la que algunas ideas brillantes estaban colocadas estratégicamente, pero que no lograban vertebrar la continuidad dramática de la acción.
En el aspecto musical, asistimos a un reparto en el que brilló especialmente Lidia Vinyes-Curtis, como Alcina, convincente y solvente tanto en la actuación como en las dotes vocales como agilidad, nitidez y tímbrica. También correcto, aunque algo esforzado vocalmente el Ruggiero de Alberto Robert, mientras uno de los nombres de reclamo, Vivica Genaux, como Melissa, gozó de gran presencia escénica y mucho oficio pero con una voz bastante empañada, tanto en claridad como agilidad, algo que emergió en la confrontación entre las dos en el cuarto final de la obra. Entre los roles secundarios, es menester citar a Jone Martínez, que cubriendo tres roles distintos (Sirena, Mensajera y Dama triste) supo imprimir personalidad y algo diferente en cada uno de ellos en sus determinantes intervenciones.
De la puesta en escena el problema no fue el corte contemporáneo o un cierto minimalismo, cuanto una dificultad en captar el carácter esencial de la obra, su progresión hacia la solución, sus contrastes, que si bien mesurados, existen. La música por el contrario captó y explicitó ese carácter de manera más eficaz, devolviendo un resultado global que mereció ser presenciado en este tardío estreno.