Facetas románticas y neoclásicas se unían en un programa sobre el homenaje a los sentimientos de fraternidad, admiración y pérdida. El Réquiem para cuerdas de Takemitsu abrió la velada desde un trabajo preciso en coloraturas. Por un lado, se potenció el carácter homofónico con la elección de Andrés Salado por subrayar las melodías secundarias de violines y violas y al integrar sutiles uniones en secciones. Y por otro, mostrando la diferencia en aquellas secciones más raspadas y cortantes, debido a la gustosa consonancia sonora entre cuerdas arrastradas y el amable apoyo de los vientos. Las múltiples secciones fueron rematadas sobresalientemente con el equilibrio de las dinámicas del tutti dibujando marcados contrastes rítmicos.
Se continuó con un poliédrico Concierto para flauta y orquesta de Nielsen. En concreto, en el primer movimiento se iba visualizando el laberinto sonoro de texturas y complejas armonías por medio, especialmente, de cristalinos recorridos dinámicos y acentos en los momentos líricos del tutti. Se pudo escuchar un gran entendimiento entre la Orquesta de Extremadura y el flautista Stathis Karapanos. Este, ofreció una técnica, proyección sonora y fraseos brillantes ante las extremas dinámicas del conjunto orquestal y así, entre ambos sacaron un sonido conjunto y poderoso. Ese equilibrio permitió que, dentro del tempo ligero, los diálogos fluyesen y los pasajes sonaran espontáneos y graciosos. En el segundo movimiento se expandió la calidez de los pasajes líricos a través de un gran rendimiento de la orquesta en cristalinas uniones entre secciones tímbricas, para subrayar las fuertes entradas del solista. Dentro de la potente expresividad, se echó en falta cierta precisión en algunos encuentros entre solista y orquesta. Y se apreció una cierta ligereza intencional en el acompañamiento orquestal para resaltar el virtuosismo de los pasajes solistas. Estos, por su parte, resultaron impresionantes en la variedad expresiva de los fraseos.
En una destacable segunda parte, las Variaciones sobre un tema original para orquesta, op. 36, de Elgar fue manifestada la intensidad en toda su plenitud. Se fue tejiendo un gran colchón armónico de cuerdas graves para ir subrayando cada tema (como el vibrante parloteo del fagot), armonías oscuras y contrastes en las melodías vertiginosas desde las variaciones I a la III. En esa habilidad interpretativa por conseguir cada color, fue especialmente significativo la IV y V variaciones, debido al gran calado del conjunto extremeño por marcar bellos recorridos dinámicos y tempi cambiantes, para hacer más fluido los aderezos y más burlescas las rápidas escalas. Igualmente, resultó interesante una sensación de espera para transmitir en las variaciones más dramáticas (desde la VI a la IX) un sonido grandioso y revuelto. Fue por medio de un especial trabajo en dilatar los sforzando de la sección de cuerdas, que aumentó la efusividad de los notables momentos de la viola, violín o chelo. Una contenida atmósfera acrecentada por los ostinato en los ritmos cruzados.
Este encadenado natural de emociones desembocaría en resaltar los diálogos de los viento-madera de las últimas variaciones. Preguntas y respuestas dibujadas desde grandes articulaciones que daban oxígeno y cierta dulzura al ambiente heroico, a pesar de que los vientos en algunos momentos se mostraron algo tímidos en las dinámicas. En definitiva, los enigmas de cada autor fueron resueltos en atmósferas contrastantes en un impresionante concierto.