Uno de los rasgos de la grandeza de la música de Bach es su íntima conexión con el instrumento que la ejecuta a la vez que la posibilidad de adaptarse a otros instrumentos o conjuntos. Podemos pensar en obras como El arte de la fuga o la Ofrenda musical, sin una asignación instrumental concreta, pero también a un corpus más que reconocido como las Sonatas y Partitas para violín solo, traídas para esta ocasión por Mario Brunello con el violonchelo piccolo.
La adaptación no es innecesariamente audaz, tratándose de ejecutar la partitura una octava por debajo del texto original, como el propio maestro italiano ha reconocido, pero capaz de devolver una profundidad y una solemnidad que en la interpretación para el violín a veces se pierde. Un simple ajuste en la escritura que abre empero a una dimensión sonora radicalmente diferente, a una calidad performativa que se despoja definitivamente de las tentaciones ornamentales para centrarse en el entramado contrapuntístico, en la meditación especulativa que constituye el círculo entre la escritura y el sonido. Habiendo grabado Brunello en 2019 la integral de las Sonatas y Partitas, nos presentó en esta visita al Teatro Fernando Rojas del Círculo de Bellas Artes, una selección compuesta por la Sonata en si menor BWV1001, y las dos primeras Partitas, siendo la segunda, con la célebre Chacona, constitutiva de la segunda parte del concierto.
Con el violonchelo piccolo se gana redondez como emergió desde los primeros compases del Adagio inicial de la Sonata núm. 1, pero sin perder agilidad como se apreció en los tiempos de danza más vivaces, destacadamente en la primera partita, aunque es cierto que Brunello tuvo algún desajuste a la hora de atacar las notas más altas, devolviendo una cierta aspereza que nunca llegó a extirpar completamente en todo el concierto, sobre todo en la primera parte. Cabría decir que esta fue la única tacha (si bien persistente) que afectó más a la calidez tímbrica que al planteamiento estructural, ya que no empañó la fluidez y la nitidez en el fraseo, la excelente articulación de las dinámicas y la inteligente organización de las voces. Por otro lado, en el registro más grave, Brunello aprovechó las características del instrumento para plasmar un sonido rico de resonancias, de amplitud polifónica, capaz de sostener un tejido denso, bien ligado.
Particular expectación estaba puesta en la Chacona que cerraba el concierto, si bien ya desde el comienzo de la Partita, con la Alemanda, asistimos a una renovada intensidad. Algo que apareció aun más evidente con la Sarabanda, en la que el violonchelista expresó una línea de canto desencarnada cuanto desgarradora siendo una manera magistral de orientarse hacia la cumbre. Brunello, vecino de las Dolomitas, ha dicho en alguna ocasión que la música de Bach es como una montaña: puedes conocerla, puedes subir, pero luego tienes que volver a bajar, y nunca te pertenecerá. Por ello, sus interpretaciones, y en particular esta Partita en re menor, estuvieron atravesadas por una palpable emoción, una conjunción de rigor y arrojo con la que el intérprete supo lidiar con el exigente nivel de la partitura, sin renunciar a un sonido contundente y decidido.
Fue el broche de un concierto en el que se demostró una vez más como la música de Bach es capaz de resumir en las cuerdas de un instrumento un entero universo formal y emocional, una gran cordillera sonora, si se permite la metáfora alpina, a la que subimos con Brunello para apabullarnos con su magnificencia y belleza, tan presentes y a la vez difíciles de aferrar. Así estas obras tan conocidas fueron presentadas con una sonoridad renovada por un músico acostumbrado a transitar por dichas cumbres, pero con la humildad y la intensidad de la primera vez.