El Ballet Nacional de España ha puesto el cierre al Festival de Danza del Teatro Campoamor de Oviedo con una obra que navega entre el costumbrismo folclórico y el exotismo de la belle époque: La Bella Otero. Con coreografía original de Rubén Olmo y dramaturgia de Gregor Acuña-Pohl, se plantea como un ballet dramático, y ha sido calificada como “ballet operístico” por su propio creador, nos figuramos que por la envergadura de su duración y por el enorme desfile de vestuarios que aderezan la escena. La música, por su parte, tiene un papel fundamental, descriptiva y elocuente, aborda diversos registros para ilustrar la vida de la Bella Otero. En definitiva, los diferentes elementos utilizados sirven para evocar los aires modernistas de una época y ahondar en la emocionalidad de una artista que se convirtió en un mito entre la alta burguesía.
Rubén Olmo recupera la historia de una mujer, Carolina Otero, que sufrió el abuso de los hombres, violada cuando todavía era una niña. Estigmatizada por los prejuicios de la sociedad patriarcal, tuvo que transformar su identidad para sobrevivir en el mundo del espectáculo, pero terminó hundiéndose con su propio personaje enganchada a la enfermedad del juego. El ballet es el retrato de una mujer que se hizo leyenda utilizando el favor de los hombres para no ahogarse a sí misma en el destino que le esperaba en su aldea gallega. La “emperatriz de diamantes” que vino “desde la exótica Sevilla” para ser “la musa del duende andaluz”, como así se nos es presentada, triunfó a principios del siglo XX en locales de moda como el Folies Bergère parisino, tomando el modelo de la femme fatale por excelencia que todavía es la Carmen de Prosper Mérimée.
Ante todos estos elementos, la coreografía de Olmo desmenuza los hitos de su relato utilizando tres recursos que, si bien no todos llegan a ser eficaces para el buen ritmo de la obra, resultan efectistas. En primer lugar, usa el recuerdo como motor de la narración y, por consiguiente, presenta las escenas de la vida de Otero desde la retrospección, estando ya ella en el olvido. Por otro lado, hace danza dentro de la danza, con la recreación acelerada de la Carmen de Bizet y con el episodio del café cantante a modo de cuadro flamenco tradicional. Ambas escenas permiten profundizar más en su biografía y sumergirse en el ambiente de una época, aunque fragmentan el hilo argumental y dilatan en exceso su duración. Y, por último, se rompe la cuarta pared con la presentación ceremonial que Bellini hace de Otero, dejando la sala a media luz y haciendo partícipe al público del espectáculo, animado este con aplausos después de cada danza.
Los bailarines del Ballet Nacional demuestran tanto en técnica como en interpretación estar a la altura de lo que se requiere cuando se trata de fusionar estilos. El folclore gallego conquista el ambiente festivo de una romería recuperando su armonía y sus ritmos, porque no olvidemos que este también forma parte de la danza en España. El zapateado se mimetiza con las danzas de variedades, rindiéndose al cabaret y se dejan ver lanzamientos de piernas a juego de cancán. Sus taconeos se convierten, en la escena de las maletas, en golpes de talón y punta que nos hacen recordar el claqué propio de los musicales. Otero también se llena de luces bailando por bulerías en una danza torera vestida de hombre y despliega todo su erotismo, aderezada con joyas e imprimiendo exotismo a unos movimientos que nos recuerdan a Tórtola Valencia, otra gran bailarina española que conquistó América, musa enigmática como ella. Hasta Loïe Fuller irrumpe con sus telas vaporosas que serpentean el aire, ya descalza, como icono de la danza moderna estadounidense e incluso, se hace un guiño a la zarzuela con la mazurca de los paraguas, más que bailando, cantando la escena.
El personaje de Bella Otero es interpretado por dos bailarinas, Maribel Gallardo como Madame Otero y Patricia Guerrero como Carolina Otero, arquetipos de los éxitos y los fracasos de una misma mujer. La historia contada nos deja poco lugar para entrar en el sufrimiento de una figura que moldeó su carácter por propia supervivencia. Hay violación, traición, suicidio, mercantilización del cuerpo ofrecido en bandeja a los magnates y, casi como colofón, se llega a resucitar al mismísimo Rasputín, el único hombre que no cede a sus encantos. Un ballet ecléctico en recursos narrativos, coreográficos y estilísticos que puso en pie al Campoamor.