La palabra de Lorca es pura música. El ritmo vital de sus versos nos resuena en el cuerpo, al escucharla y también al leerla. No es una tarea fácil ponerle unas vestiduras líricas a la que además es uno de los grandes pilares de la cultura española sin caer en el terreno de la redundancia, de lo fastidiosamente innecesario. El compositor Miquel Ortega sale victorioso de este intento, sometiéndose al teatro y a la genialidad de Lorca, atendiendo a lo más profundo del texto, componiendo tan solo para liberar lo más íntimo de este ciclón de deseo, rivalidad y muerte.

Su partitura se podría considerar clásica en el sentido de que se construye a través de melodías y se mueve en el terreno de la tonalidad. Pero Ortega no tiene ningún problema en romper este esquema, frecuentemente, siempre con acertada intención dramática. La línea melódica se interrumpe pertinazmente, a la manera de Strauss, reflejando bien el sentimiento de frustración que habita en la casa enlutada y, en momentos de mayor intensidad dramática, los acordes se adentran sin complejos en tensas disonancias. Huye además de la tentación de usar modismos folclóricos, apenas algunos apuntes de pasodoble con tintes de jazz reservados a la quimera de Pepe el Romano. Una acertada combinación de modernidad y tradición, impecablemente alineada con el drama, con la enjundia formal que se le presupone a una ópera y que además conecta con el público; todo un logro para una creación contemporánea.

La propuesta de Bárbara Lluch tampoco busca reinterpretar el texto de Lorca ni alejarse de la tradición teatral, sino conectar con ella. Al abrirse el telón nos encontramos con un interior-exterior apabullante, un muro que aísla a los personajes y una cuarta pared derribada que nos hace participar del encierro, una versión rural de esa Elektra póstuma de Chérau que intensifica su carácter de tragedia griega.

Nada de esto funcionaría sin un elenco de primera clase. Nancy Fabiola Herrera, irreconocible como matriarca, construye un impresionante retrato de censura y voluntad inexpugnable. En su tercio bajo, rotundo y trabajoso por momentos, la fuerza y la edad van de la mano. Carmen Romeu, como Adela, encarna la fragancia del deseo y el clamor de libertad. Es la única que se mueve por el registro alto y, siguiendo la directriz de esta producción, lo hace atendiendo más a necesidades dramáticas que musicales. Además del final, su escena del segundo acto marcó el cenit emocional de la velada. La tercera protagonista de la noche es la Poncia de Luis Cansino, lejos de extravagancias travestidas, dibuja un personaje digno, creíble y ambiguo. Impecable vocalmente, su color baritonal funciona perfectamente como contraste con el resto del reparto. Las demás hermanas, todas muy notables, luchan por exigir su papel principal en una obra de la que también son protagonistas, cada una a su desdichada manera. De entre ellas destaca la Martirio de Carol García, con su emisión firme y cómoda en todo el rango vocal, hace de su personaje un misterio de pulsiones y motivaciones.

Julieta Serrano es una actriz con mayúsculas y lo demuestra en sus dos intervenciones. Su abuela loca no canta, declama; pero cuando la orquesta se detiene para ella, la narrativa lírica continúa inalterada. Y en su boca, la única libre de censuras, las palabras desnudas de Lorca llenan de verdad y de música la sala entera.