Hay sinfonías que se interpretan y otras que se construyen. La Quinta sinfonía de Bruckner pertenece, de forma casi obstinada, a esta segunda categoría: una obra de arquitectura interna complejísima, donde cada decisión de tempo, balance y proyección condiciona el sentido global del edificio sonoro. Casi veinte años después volvía a los atriles de la Orquesta Sinfónica de Galicia bajo la dirección de Josep Caballé-Domenech, quien optó por una visión clara y estructurada, muy alejada del efectismo fácil y del abandono retórico.

El Adagio introductorio evitó cualquier tentación grandilocuente prematura, apostando por una progresión orgánica, bien sustentada, en la que se pudo seguir con claridad la lógica interna del desarrollo. No fue una Quinta “inflada”, sino pensada desde dentro, con una atención constante a la coherencia formal y al equilibrio entre secciones. En cuanto al tempo global, aunque no fue necesariamente la sensación transmitida (en parte debido a las dilatadas Luftpausen) la interpretación fue objetivamente ágil. Esta fluidez evitó la pesadez, pero también tuvo consecuencias: en algunos puntos clave, especialmente en los grandes clímax, la monumentalidad quedó algo atenuada. Es de justicia señalar, no obstante, que en ello tuvo un peso nada desdeñable la sangrante habitual ausencia de una concha acústica. De la mano de unos metales extraordinarios, liderados por Nico Gómez Naval, Manuel Fernández, Jon Etterbeek y Jesper Nielsen, la potencia y la calidad estuvieron siempre presentes; sin embargo, la proyección del conjunto quedó parcialmente amortiguada. Con una concha en condiciones, no cuesta imaginar que ese bloque de metales habría tirado literalmente la sala abajo, dotando al gran coral final de una rotundidad muy superior.
El Adagio se desarrolló con un tempo estable, pero en modo alguno respetuoso con la indicación Sehr langsam. La tensión se sostuvo más desde el control del fraseo y la respiración interna de las secciones, que desde una verdadera exploración del abismo emocional que el movimiento plantea. Sin embargo, las cuerdas de la OSG nos ofrecieron un momento mágico construyendo una textura sonora de una densidad abrumadora en el sublime sehr kraftig, eje expresivo del Adagio. Su sonido pleno, compacto, de respiración amplia, hizo palpable el paradigma bruckneriano de grandeza surgida no del exceso, sino de la solidez interna del material. No fue tan exitoso Caballé en el crucial clímax final del movimiento, cuyo visionario expresionismo apenas fue realzado. El Scherzo, con un Caballé casi arrodillado sobre el pódium, ofreció máxima precisión en los ataques y dinámicas, mientras que el Trio mantuvo la claridad de planos sin quebrar la tensión acumulada, coherente con el mantra de claridad y control frente a exuberancia sonora.
El Finale, verdadero banco de pruebas de la sinfonía, mostró con claridad las virtudes y los límites de la interpretación. La fuga fue expuesta por Caballé como una sucesión de grandes bloques perfectamente construidos, sólidos y bien ensamblados, más arquitectónicos que analíticos, pero siempre inteligibles. En este contexto, las cuerdas de la OSG, acertadamente dispuestas en la disposición antifonal (que realzó los numerosos divisi que recorren la partitura), desempeñaron un papel decisivo: brillantes, nobles, nunca excesivas, sostuvieron el discurso con un sonido suntuoso y con impactante autoridad, incluso en los pasajes más demandantes.
Fue, en definitiva, un exigente y a la vez estimulante cierre de la primera parte de la temporada, cuyo balance general no puede ser más que muy satisfactorio: conceptos bien definidos, programas interesantes y, por encima de todo, una OSG en un momento de plena forma artística, sólida, reconocible y ambiciosa. El único “pero” razonable sería la casi nula presencia de solistas invitados, ya que solo uno de los ocho conciertos contó con ellos, una cifra inusitada en la historia de la orquesta y que esperamos sea únicamente el resultado de una coyuntura puntual.

