Celebramos que suenen en nuestras salas las partituras para piano escritas por Cécile Chaminade. Los flautistas conocen, aplauden y valoran muy bien su famoso Concertino, pero los pianistas no le prestan mucha atención a su producción pianística, que es notoria. Interesada en la composición de grandes formas musicales, hubo de renunciar a ellas por razones prácticas y económicas, dedicándose fundamentalmente a las canciones con acompañamientos simples, y a las composiciones sencillas para piano, accesibles a cualquiera que posea una técnica o unas cualidades más o menos solventes.
Sir Stephen Hough presentó tres de estas piezas para piano, Automne, Autrefois y Les Sylvains, que son, sin llegar a ser grandes obras, partituras interesantes, agradables, y virtuosas a la vez. Todas poseen una estructura evidente que facilita la escucha; pero también gozan de sutiles y sorprendentes contrapuntos, de detalles ocultos que el pianista inglés supo trasladar sin dificultad, equilibrando con precisión los planos sonoros, y apoyándose con suavidad en el pedal, y con delicadeza en el fraseo. Resultó llamativo el tratamiento de los trinos —recordando vagamente a la tradición clavecinista francesa de Couperin— Rameau y, por qué no incluirla también, Jacquet de la Guerre, otra magnífica compositora francesa. Habríamos escuchado también el Théme varié, pero fue sustituida por la Sonatina nostálgica, del propio Stephen Hough.
Con esta obra se abrió la segunda parte. Se trata de una pieza, efectivamente, de carácter nostálgico, tal y como nos explicó el compositor, muy breve y con una estructura clásica de tres movimientos, con sus velocidades opuestas, que aluden a lugares característicos de personal importancia para el pianista. La música comunica por sí misma con total propiedad, independientemente de sus evocaciones, con un lenguaje rítmico y armónico asequible que tiene la feliz cualidad de trabajar por el material temático sin perderse en divagaciones innecesarias.
Porque eso, precisamente, es la sensación que se produce a veces con las grandes obras del piano romántico cuando no son acometidas con toda perfección. En su brillante arquitectura, la Sonata en si menor de Liszt, requiere un trato exquisito del discurso, una claridad sin fisuras en el fraseo y, merece la pena reconocerlo, una pulcritud en el enunciado de las notas, que no deben ser emborronadas con el pedal. La velocidad, o más bien su exceso, suele ser el principal enemigo de la expresión artística. Por el contrario a estas sensaciones, disfrutamos en la interpretación de esta obra de la calidad de un sonido intenso, controlado, y peculiarmente interesante en los pasajes más serenos. No obstante los contras apreciados, hay que reconocer que es difícil concentrarse en interpretar una de las obras cumbre del siglo XIX cuando todo el mundo se pone de acuerdo en toser enérgicamente durante el proceso.
Mejor acogida, aunque también un tanto tibia, recibió la Sonata de Chopin que vino a cerrar el programa. Sin duda, una interpretación interesante que probablemente tenga poco recorrido en el recuerdo general, a juzgar por el contraste con que fueron recibidas las propinas. La primera, el conocidísimo Nocturno de Chopin en mi bemol, que Hough recorrió con una velocidad menos contenida de lo habitual, funcionó muy bien; la segunda, unas fantásticas variaciones sobre Mary Poppins (con el permiso de la insuperable Julie Andrews), produjo una euforia y un impacto que no habíamos presenciado en ningún otro momento del recital; y la tercera, una de las bellísimas piezas de Mompou, nos devolvió a la calma.
Terminó de esta forma un recital interesante que nos deja, además, una reflexión que conviene tener en cuenta acerca de si los contrastes entre las obras escogidas para un programa, así como las propinas escogidas para llevarse de recuerdo, favorecen realmente a las obras programadas o si, por el contrario, las perjudican.