Algunos amantes de las artes escénicas creemos que los teatros de ópera deben ser espacios de creación de vanguardia artística. Que no deben limitarse a repetir de modo más o menos virtuoso lo ya visto y escuchado tantas veces. Que frente al placer de confirmar lo ya conocido, deben otorgarnos el goce de entregarnos a lecturas novedosas, impensadas, incómodas e incluso iconoclastas. Esto es precisamente lo que, una vez más, nos ofrece Romeo Castellucci en su personal visión del Réquiem de Mozart con el que el Palau de Les Arts abre su temporada.
La potencia visual de sus imágenes escénicas crea cuadros evocadores, abiertos, sin un mensaje prefijado, que aluden a diferentes aspectos del tránsito entre la vida y la muerte. Para la primera, insiste en escenas de folclore, de celebración a los ciclos de la naturaleza con una estética por momentos mediterránea y por otros inquietantemente nórdica. El coro, absoluto protagonista de esta propuesta, lleva al límite su capacidad expresiva con total éxito, a través del cuerpo, de las acciones, de la danza, hasta quedar desnudos, despojados de todo lo superfluo. Las poco habituales exigencias teatrales no resienten sin embargo el canto, magnífico e impecable, y los hacen merecedores de un aplauso sin paliativos.
Y mientras se escapa la vida sobre la escena, Castellucci nos proyecta un atlas de las grandes extinciones, un catálogo cultural de las pérdidas de la humanidad. Actualiza la idea del réquiem, del lamento por la muerte, dimensionándolo en la historia, en la naturaleza y en la cultura, enumerando ese rosario de desapariciones que acompaña el desarrollo humano. Son pérdidas que nos señalan el fin, pero también la herencia, lo que permanece en nosotros. Con un golpe de efecto, recuerda a la audiencia que no somos tan solo espectadores y que, en el día de autos, el propio 2 de octubre de 2021, la muerte sigue vigente con toda su potencia.
No se nos niega el carácter religioso del Réquiem, que aparece como repuesta al final sobrevenido. Ante el sinsentido (que irrumpe como un coche accidentado), la fe (como custodia de rayos) se confirma como un marco de refugio literal y figurado. Al igual que en la misa de difuntos, no se olvida del necesario lugar para la esperanza, mostrado como promesa de vida eterna en la voz blanca del niño cantor, o la nueva vida que representa el bebé en la escena final.
La dirección musical, a cargo del nuevo responsable musical de la orquesta del Palau (Orquestra de la Comunitat), funcionó como mero acompañamiento. Se entiende que, ante tanta complejidad técnica y para guiar al coro, opte por unos tiempos rigurosos, de metrónomo, a modo de referencia para la evolución escénica. Pero esto no justifica la ausencia de espiritualidad, alma y pasión en la interpretación; aun con tiempos severos es posible realizar emotivos fraseos, a través de las dinámicas relativas en una magnífica orquesta, que el director no supo aprovechar. En cuanto a los solistas, se produce una curiosa inversión, son ellos los que acompañan al coro y no al revés. Cumplen su cometido con soltura y de entre todos hay que destacar la actuación de Elena Tsallagova, portadora de un misticismo que no se paseó por el foso.
Lo expuesto en esta reseña es una de tantas interpretaciones posibles que desprenden las potentes imágenes creadas por Castellucci. En esta visión abierta, multicapa y de diálogo personal con el público, reside su genio. Pero algunos elementos emergen incuestionables: el repaso a la vida, la irrupción de la muerte, la religión y la esperanza que finalmente nos reconforta. Por si a alguien se le escapa, y a pesar de un lenguaje visual más propio de una performance que de una sala de ópera y de las piezas musicales añadidas, Castellucci, en el fondo, nos está ofreciendo un réquiem canónico.