No cabe duda de que la mejor manera para evitar conflictos entre un director y un solista es que el director y el solista sean la misma persona. A mayor abundamiento, si además el solista ha seleccionado uno por uno a los miembros de la orquesta, y la ha concebido con la finalidad de interpretar al compositor cuya obra domina a la perfección, parece que ya está todo hecho y preparado para proyectar la visión del intérprete sin interrupciones ajenas. Una exageración de este concepto sería emular al Oscar Levant de “Un americano en París”, donde el pianista era solista, director, orquesta y público entusiasta al mismo tiempo.
Pero no divaguemos. La propuesta era, a priori, interesante por lo antedicho, y sin duda, aun con sus más y sus menos, funcionó muy bien en general, y particularmente en el finale del Concierto para piano de Mozart en do menor, la obra que cerró el concierto o, mejor dicho, la segunda parte del concierto (pues podríamos decir que hubo una tercera dominada por la obra concertante de Bach, en formato propina).

Perfiló muy bien el programa András Schiff escogiendo los conciertos 25 y 24 (en ese orden), centralizados ambos por la Sinfonía núm. 103 de Haydn, porque de esa manera se percibió una dinámica creciente en la intensidad expresiva determinada, por un lado, por la propia idiosincrasia de cada pieza y, por otro, por el acierto ejecutivo conjunto que se fue proyectando progresivamente. Le costó entrar a la formación en la primera propuesta, y eso que el carácter salió enérgico y apabullante ya de entrada; pero inmediatamente se recondujo el afecto por medio de un ritmo de gran solemnidad, bien marcados los cambios de color. Tal vez esta explosión de vitalidad produjo que las líneas orquestales, en lugar de percibirse con claridad en su individualidad, se mezclaran en la masa sinfónica. No obstante, en ningún momento ocurrió que la orquesta sobrepasara a un pianista incontestable en la emisión de un sonido claro, enérgico y riguroso.
Con la misma rigurosidad penetramos en el mundo de Haydn a través de la intervención del timbalero, que así comienza esta particular sinfonía, seguida de una introducción del fagot que pretende ser siniestra, casi una Dies irae, pero que Haydn transforma inmediatamente en luz y desparpajo con la resolución de las flautas. Extraordinariamente medidos los silencios en este pasaje, presenciamos una lección inigualable de ritmo y coordinación en el resto de la sinfonía, un acontecimiento que despertó a una sala (y diríamos que a una orquesta) que había acusado la complejidad estructural del primer concierto de Mozart.
Tras ello llegó el fantástico e inolvidable Concierto en do menor de Mozart, el número 24, que todo el mundo está de acuerdo en que es una joya del repertorio para teclado. Le imprimió András Schiff desde su banqueta un carácter magistralmente declamatorio, perfilando con pausa, serenidad y contraste las intenciones expresivas del tema principal. Como pianista supo conferir a la obra una suerte de carácter dramático y sombrío, sin comprometer el brillo de un sonido ejemplar, y sin perder la conexión con la música en el transcurso de los constantes pasajes de virtuosismo que pueblan la obra. También mantuvo la conexión con la orquesta en los pasajes acentuados y en los trepidantes episodios finales que concluyen la pieza, unos momentos particularmente inolvidables de este magnífico concierto.
Como decíamos, al término de esta obra de Mozart le llegó el turno a la sección de propinas que, sin emular a Sokolov, también resultaron un tanto largas para un concierto que, en realidad, no las necesitaba, tanto por la duración del mismo como por la sensación de unidad y perfección generada por la segunda parte. Sonó la música de Bach, junto al violín y a la flauta, y lo hizo bien, pero en realidad no consiguió sino enturbiar el recuerdo que había dejado la inolvidable interpretación del Concierto en do menor de Mozart.