Uno de los conciertos para piano clásicos más emblemáticos, dos páginas embriagadas y embriagadoras y un estreno mundial, encargo de la propia Orquesta Nacional de España. Así de atractivo lucía el programa para una de las visitas de la temporada de Josep Pons, quien venía acompañado de un pianista de renombre como Nelson Goerner. Obras de Wagner, Colomer, Mozart y Scriabin construían un discurso en torno a los vaivenes entre la melancolía y el éxtasis de la mente humana.

Loading image...
Nelson Goerner, al piano, la Orquesta Nacional de España y Josep Pons en la dirección
© OCNE

El Preludio y Muerte de Tristán e Isolda nos mostró desde los primeros compases el gesto atento de Pons, sosegado en la construcción de la pieza, tensando paulatinamente el arco de las frases para desembocar en los pasionales estallidos donde esa célebre tensión armónica está en el umbral de su resolución pero remite hasta no alcanzar la cumbre. Junto a esta atención estructural, Pons y la ONE lograron una muy apreciable calidez de la cuerda, un empaque del metal rotundo y bien integrado, así como unas dinámicas alejadas de efectismo y más bien basadas en la gradualidad.

El estreno anunciado era el de la obra de Juan J. Colomer, El silencio después, una composición para voces y orquesta con textos de Javier Bonet Silvestre en torno al tema del suicidio y el ruido mental que genera. En torno al valor de la obra, me permito no ser especialmente favorable. La temática es ciertamente de una seriedad solemne e incluso trágica, y así lo afrontaban los textos de Bonet Silvestre, marcados por el desasosiego. La música de Colomer empero oscilaba entre lo monótono y lo frívolo, con un lenguaje musical más bien simple, más cercano a la música para cine que a las tendencias más experimentales, una línea vocal (sobre todo la masculina) bastante ‘zarzuelesca’ y una estructura (exposición del texto primero por el barítono, luego por la mezzosoprano, y finalmente juntos) singular, pero en la que no se vislumbraba la razón de la misma. En suma, una obra que nos pareció poco ambiciosa con lenguaje anacrónico y poco solemne para un tema tan crucial como anunciado en las propias notas del programa. En cuanto a la ejecución, tanto los solistas, Maite Beaumont y Joan Martín-Royo, como la orquesta cumplieron sobradamente.

Josep Pons al frente de la Orquesta Nacional © OCNE
Josep Pons al frente de la Orquesta Nacional
© OCNE

Tras el descanso, Nelson Goerner tomó parte de la velada con el Concierto para piano núm. 23, K488 de Mozart. Pons mantuvo una orquesta bien nutrida y la hizo brillar sin ambages, especialmente en los movimientos externos. Por otro lado, Goerner es un intérprete detallista, de toque pulido y estuvo muy centrado en el equilibrio estructural de la obra, persiguiendo siempre una exquisita sensibilidad que tuvo su epicentro en el Adagio central. Prácticamente nada que reprochar a esta interpretación, salvo algún momento en el que la orquesta se excedió ligeramente, frente a la digitación cristalina de Goerner, pero que es comprensible dada la lectura briosa de Pons.

Finalmente, Pons dio una prueba de virtuosismo orquestal con el Poema del éxtasis op. 54 de Skriabin, una obra tan ambiciosa como exagerada que lleva al paroxismo la herencia romántica wagneriana, aunque sin duda con una notable originalidad. Aquí Pons optó por refrenar, sobre todo en las fases iniciales, los impulsos de la partitura para articular el material de forma gradual, análogamente a lo plasmado con el extracto del Tristán e Isolda, y no dejar que las denotaciones sonoras de Scriabin se solapen sin respiro. Junto a la atención global, Pons hizo vibrar a todas las secciones, alcanzando el justo punto entre desenfreno e integración, y donde cabe mencionar el desempeño singular de Manuel Blanco en sus solos de trompeta. Alcanzar el éxtasis con disciplina, esta pareció ser la máxima del maestro catalán, que cerró la velada con los destellos del compositor ruso.

Como el lector podrá comprobar, el concierto aunó estéticas muy diversas, pero tanto director como solistas y orquesta supieron imprimir una cariz de continuidad o al menos de complementariedad gracias a su buen hacer y su concentración, transitando además no solo entre autores diversos sino también entre estados mentales dispares, mostrando la complejidad de lo humano. 

****1