De la mano de Charles Perrault nos llega el cuento Cendrillon; conocida es su historia de sacrificio y redención, hasta que un príncipe le saca de un palacio lleno de polvo. Cenicienta cuelga el delantal y comienza una vida radiante, no sin antes darnos una buena dosis de moralina. Gioachino Rossini reconvirtió su propia versión de la historia en un melodrama giocoso; intercambiando algunos elementos (no hay madrastra, sino padrastro; no hay hada, hay un preceptor principesco, y Cenicienta es Angelina), modeló una ópera que mezclaba elegancia musical, humor y entusiasmo. Todo bañado de melodías burlescas entre una tensión dramática subyacente. El Gran Teatre del Liceu y el Teatro dell’Opera di Roma firman una producción escenificada por Emma Dante y dirigida por Giacomo Sagripanti, que han prometido ser un tándem que festeja el celebérrimo cuento entre lo fantástico y lo mórbido.

Isabella Gaudí (Clorinda), Marina Pinchuk (Tisbe) y Maria Kataeva (Angelina) © A. Bofill | Gran Teatre del Liceu
Isabella Gaudí (Clorinda), Marina Pinchuk (Tisbe) y Maria Kataeva (Angelina)
© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu

Dante encierra el mundo de Angelina en un escenario inundado por una estética neorrococó; como si fuese una caja de música con bailarina incluida, al abrirse el telón, el color, el movimiento y el sonido atrapan la vista y el oído como lo haría el pequeño artefacto. La directora alega referencias a lo pop y al surrealismo, pero está más cerca de una estética coquette (aquella que Sofia Coppola mostró en su Marie Antoinette), principalmente por el vestuario, resultado de Vanessa Sannino. Entre la comicidad de los personajes y la teatralidad inherente de la partitura, el planteamiento escénico se desenvuelve en una línea socarrona con voluntad de denuncia social. Y es que el movimiento autómata de la multiplicidad de “Angelinas” que aparecen en escena –ramificaciones de yoes, que le acompañan y ayudan a ventilar las sábanas, entre bailes y mímica– muestra una voluntad de dividir los actos y los sentimientos.

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Maria Kataeva (Angelina)
© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu
Completan su estado psicológico, de plena soledad, e introducen una vertiente oscura que atañe a esa voluntad de actualizar la denuncia contra el maltrato y la violencia. El grupo de figurantes, a pesar de añadir un doble sentido, acabó siendo un recurso con tendencia al desgaste. Aunque la significación del mensaje casa con la dramaturgia planteada, cierto es que escenas donde se reproduce, literalmente, una paliza a Angelina o donde su ejército de dobles desenfundan pistolas y la convierten en su blanco, supusieron cierta inquietud, conjugando lo trágico y lo grotesco: un efecto radical con justificación de ser, entendiéndose, por una dirección que buscaba plasmar un mundo feliz que en verdad no lo es tanto. Toda esta trama que transcurre en un mismo y único escenario, firmado por Carmine Maringola; un salón palaciego donde los personajes se mueven diáfanos, con las únicas separaciones espaciales de cortinas de tul y biombos, los cuales permitían la introducción a otras escenas.

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Javier Camarena (Don Ramiro)
© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu

En cuanto al plano musical, los contrastes se encontraron únicamente en las líneas de la partitura; La Cenerentola contó con un reparto equilibrado, un foso atinado y una dirección enérgica. El ejercicio musical representó con éxito el entramado de pasajes que iban del sentimentalismo, a lo buffo y a lo dramático, manteniéndose riguroso en los cambios y recreando especialmente los conjuntos largos con agilidad (sin restar mérito a la pirotecnia solista que representaban varios pasajes). Un elenco con potencia y precisión, además de unas trabajadas dotes teatrales, cumplieron con los roles rossinianos.

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Javier Camarena (Don Ramiro) y Maria Kataeva (Angelina)
© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu
 Maria Kataeva fue una Angelina con voz extensa, agudos bien proyectados y un buen juego de colores vocales; defendió con flexibilidad las zonas agudas y mantuvo los graves, además de mostrar un pleno domino de los armónicos y los intervalos. Su compañero,
Javier Camarena como el príncipe Don Ramiro, mostró también buena extensión de los agudos, controlando el papel de inicio a fin y demostrando dominio en las coloraturas, satinadas todas por una emisión meliflua. En cuanto a lo teatral, entusiasmaron un Florian Sempey como Dandini, un Paolo Bordogna como el padrastro Don Magnífico; Erwin Schrott, en el papel de preceptor, logró todo lo bueno que su pequeño papel le otorgaba. La actitud de alguien que es sabedor de lo que hace es exactamente la muestra brindada por Sagripanti; estudioso de la obra de Rossini y defensor con tino del bel canto, ejecutó una dirección precisa, llevando una orquestación fluida y manteniendo el equilibrio de contrastes. Matizando los ostinatos, los crescendi, los juegos fonéticos u onomatopéyicos, entre otras soluciones, esbozaron con certeza la evocación de este mundo imaginado.

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Erwin Schrott (Alidoro), Florian Sempey (Dandini) y Maria Kataeva (Angelina)
© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu

Con aplausos y vítores, La Cenerentola se suma a la lista de aciertos y triunfos en esta temporada liceísta; un cuento convincente, con moraleja denunciante y propuesta acertada. Aunque no con magia, se sigue dando cuerda al buen trabajo de espectáculos como este.

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