Arranque de la temporada de la Orquesta Sinfónica de Galicia con un programa no tan rutilante en sus obras como en sus protagonistas. Tres piezas profundamente expresivas exigieron lo mejor de la orquesta, del pianista canadiense Jan Lisiecki, y de González Monjas quien desde el pódium logró su ya acostumbrado balance entre la energía y el control necesario para que las interpretaciones fluyeran con precisión y cohesión.
El viaje musical se abrió con la infrecuentísima Pan y Eco de Sibelius, obra muy breve pero a la vez imaginativa y de una densa riqueza tímbrica. Que el lenguaje de Sibelius está plenamente interiorizado por los músicos de la OSG se reflejó en la forma en que cuerdas y maderas lograron encapsular los elementos característicos del estilo del compositor finés: esa mezcla de serenidad y tensión latente que recorre muchas de sus composiciones y que aquí se plasmó en trabajadas dinámicas de las maderas y un fraseo de las cuerdas, chelos especialmente, ejecutado con una claridad asombrosa. Fue un arranque de intensidad inesperada y poderosa.
El plato fuerte de la noche llegó con el Concierto para piano núm. 1 de Chopin, y no tanto por la propia obra, de las más programadas en ese repertorio, sino porque esta pieza siempre encuentra nueva vida en manos de grandes intérpretes. Y este fue el caso del otrora niño prodigio Jan Lisiecki, quien se mostró como un pianista ya maduro, capaz de abordar la obra con una comprensión profunda de su estructura y sus matices expresivos. Tras una animada introducción orquestal, Lisiecki resolvió con solidez imperturbable los retos rítmicos y armónicos del Allegro maestoso. Su sonido rotundo y poderoso, contrastó una y otra vez con los sutilísimos trinos y arpegios de su mano derecha. Fue una constante la diferenciación tímbrica exquisita entre los registros graves y agudos, crucial en este concierto. Arrastrada por semejante exhibición, la orquesta le acompañó en un diálogo fluido y articulado, en el que Monjas extrajo lo máximo de la escueta orquestación chopiniana. En el Larghetto, llevado a un tiempo más vivo de lo habitual, Lisiecki exhibió un uso exquisito del pedal para crear la atmósfera de ensueño característica de Chopin, sin que nunca el sonido se volviera demasiado denso y aportando claridad cristalina en las líneas melódicas, tal como posteriormente mostraría en la propina, el Nocturno en do sostenido. El Rondo fue deslumbrante, con una articulación precisa, muy especialmente en las escalas en staccato y en las rápidas figuraciones. Un clímax vibrante puso fin a una exitosa interpretación.
Aunque reiterada, las Enigma de Elgar son siempre una elección agradecida pues permiten a la orquesta mostrar todo su potencial. Fue una interpretación fluida en la que disfrutamos de la habitual sonoridad rica y cálida de las cuerdas, mientras que maderas y metales aportaron el color necesario tan importante en las variaciones más efusivas. Fue la de Monjas una concepción melancólica, plena de nostalgia y carácter. Destacaron la variación V o el vigoroso Presto desplegado en la VII con un excelente Fernando Llopis al timbal y unos metales exultantes. En el momento más esperado, la IX, Nimrod, González-Monjas construyó un sutilísimo y dilatado crescendo, que exploró el espacio entre la esperanza y la desesperación. Pero el mejor momento de la noche estaba por llegar; el etéreo e inquietante Moderato que precede a la variación final; ambos marcadamente contrastantes.
Un concierto inaugural que constituyó una inmejorable declaración de intenciones para una temporada que viene cargada de intensos y exigentes programas. Una noche para recordar, que contrasta con las indisimuladas dificultades financieras de la orquesta.