Tras la magnífica exhibición de la noche anterior, Valery Gergiev y la Orquesta del Teatro Mariinsky regresaban al escenario del Palacio de Carlos V para llevar a cabo su segundo y último concierto en la presente edición del Festival de Granada. Lo hacían en esta ocasión acompañados por el solista armenio Serguei Khachatryan, al socaire de un programa que, en contraste con la alegría festiva y el folclore condensado en su primera aparición, alternaba ahora virtuosismo con duelo y la gloria de tiempos pretéritos: Sinfonía "Clásica", de Serguei Prokofiev y el Concierto para violín núm. 1 y la Sinfonía núm. 12, de Shostakovich.
El ejercicio se abrió con plantilla reducida, como prescribe la orquestación indicada por Prokofiev para su primer trabajo en el género sinfónico. Una consigna que, ciertamente, contribuye al carácter veloz y leggero que atraviesa toda la página, especialmente en el Allegro iniciático, la célebre Gavota y el frenético Finale. Pues bien, la Orquesta del Teatro Mariinsky, liderada por un Gergiev conciso y, de modo más evidente, los cabeza de sección -entre quienes destacó, siempre con una exactitud, sonido y despliegue técnico apabullantes, la concertino Olga Volkova-, desgranó con enérgica precisión el tributo del compositor ruso al gran estilo haydniano. La cuerda fue protagonista, enfrentando con resolución una trama contrapuntística que requiere el mayor reflejo y sentido rítmico para no naufragar en las descompensaciones del pulso. Los músicos de la formación rusa dotaron a cada momento de continuidad, brindando, por lo demás, una exégesis rica en matices y detalles dinámicos, construidos a través de la articulación empastada y el gesto claro de Gergiev.
Acto seguido, hizo su incursión en la tarima Sergey Khachatryan, que no defraudó las expectativas y ofreció una interpretación mayúscula del Concierto para violín núm. 1 de Shostakovich: se alcanzó en este punto la cota más elevada de dramatismo. Es preciso aplaudir cada decisión, encomiando la coherencia del vibrato, la intensidad melódica -lograda mediante un tan sutil como equilibrado balance de tensiones- y la limpieza en la ejecución de los tramos más exigentes -en este sentido, los movimientos núm. 2 y 4, Scherzo y Burlesque respectivamente, fueron terreno abonado para un recital de ataques, dobles cuerdas y pasajes de figuraciones vertiginosas-. Pero, por encima de cualquier conquista, hemos de celebrar la subordinación de todos estos recursos a la atmósfera melancólica y profundamente dolorosa condensada en los motivos shostakovichianos. A tal efecto, sin duda, ayudó el apartado orquestal, generando armonías de tono lúgubre, en las que se desempeñaron con particular maestría las voces graves. Gergiev vigiló el correcto desarrollo de la pieza, interviniendo en las transiciones y sujetando la coda desencadenada tras la sobrecogedora cadencia. Una lectura, en suma, que conmovió hondamente y permanecerá en el recuerdo. El egregio violinista armenio, en este espíritu de sobriedad y recogimiento, se despidió con una melodía patria, que el público encumbró con la mejor predisposición y recibimiento.