Cuando las partituras caen en manos de los músicos expertos comprendemos que las obras no son solamente de quienes las componen, sino de quienes las interpretan. Hay tratados que dicen que una buena dirección podría ser aquella en la que simplemente se marca el tempo y se deja que los músicos sigan su curso, y hay quien dice que cuando las obras están bien estructuradas nos basta con tocar simplemente lo que está escrito. Todo esto puede ser verdad, a veces no es necesario agregarle más a lo que ya es perfecto, pero la perspectiva siempre cambia cuando las obras caen en manos de directores como Gustavo Dudamel.

Todo esto viene por el hecho de que las obras interpretadas en el presente concierto, por más que todos creamos conocerlas bien, tienen unas particularidades que, en manos inhábiles, provocan el derrumbe. La sinfonía de Mozart, como toda su obra, requiere la comunión de un conocimiento exhaustivo y pormenorizado de todo el entresijo escrito con la percepción de una claridad desenfadada, que cree un resultado espontáneo, pero no impulsivo. Por su parte, la Sinfonía de Mahler requiere calma, por cuanto su duración y desarrollo se va construyendo lentamente. Perder el rumbo de estos elementos genera tedio, pues ambas son creaciones particularmente delicadas.
Dudamel y la Sinfónica de Londres proyectaron una inolvidable Sinfonía núm. 41 de Mozart. Se trata de una obra que ha sonado muchas veces en esta sala madrileña, pero que ha estado dotada de una diligencia que la individualiza con respecto a las demás. Desde el comienzo, por ejemplo, el contraste entre el afecto más severo y el más travieso, ejemplificados por el dominio dinámico y por la respiración; seguido de un desarrollo ágil en el ritmo, eficaz en el contrapunto, y equilibrado en los timbres. Particularmente interesante resultó el Andante cantabile, ejecutado con precisión y sin detenimiento, captando la atención con un carácter a la vez riguroso y expresivo, sin detenerse en contemplaciones innecesarias. Por último, un Finale donde las partes fugadas se manifestaron como un ejercicio de maestría insuperable para ponerle el broche a una interpretación que supo favorecer con la atención del espectador con un impulso bien dominado.
Sin embargo, se mostró en la Sinfonía núm.1 de Mahler la mayor maestría del director venezolano, toda vez que se trata de una obra cuya estructura general no parece estar del todo perfilada. Su original presentación como poema sinfónico, la eliminación posterior de un segundo movimiento y la indecisión sobre los títulos de cada movimiento hasta su estreno final tras ocho años de vaivenes, sugieren que la obra puede mostrar problemas de unidad expresiva. Dudamel tiene una gran experiencia en la dirección de grandes composiciones musicales, y no consiente que posible fondo narrativo de una obra en particular dificulte la audición de la misma. Le confirió, por tanto, tal vez sea este el gran mérito, la individualidad requerida en cada movimiento de manera independiente, sin perder de vista en ningún momento la conexión con la estructura de la obra completa. De ahí que, en la cuestión narrativa o declamatoria, la audición de esta Sinfonía resultó sobresaliente.
Naturalmente, un gran director necesita una gran orquesta para traducir sus intenciones. Huelga decir que la Sinfónica de Londres ejerció su labor con gran audacia, pero hemos de destacar la intervención de las trompetas, que anunciaron la atmósfera de lejanía y naturaleza desde fuera del escenario; y la calidez de los contrabajos entonando su marcha fúnebre y sarcástica al inicio del tercer movimiento.