Hay algo en la carrera y en la consolidación de un director de orquesta u de otro solista que tiene que ver, además de con las virtudes técnicas y la trascendencia de sus interpretaciones, con un paso previo pero igualmente fundamental; a saber, la elección del repertorio y las propuestas que trae al público. Alondra de la Parra, nuevamente al frente de la Orquesta Nacional de España después de su visita en 2019, ha demostrado un agudo sentido musical a la hora de proponer un repertorio no tan habitual y confeccionar unos programas coherentes, que al mismo tiempo resulten atractivos para el grande público. Lo cierto es que raramente tenemos, en el Auditorio Nacional, un programa completamente del siglo XX –aunque ya este repertorio ni siquiera debería considerarse contemporáneo– sin que la presencia del público esté fuertemente mermada. Sin embargo, De la Parra arrancó el entusiasmo de una sala prácticamente al límite del aforo con una tríada de obras compuestas en el arco de 25 años que abrazan, por principio, un mestizaje cultural y sonoro.

La primera obra, el Homenaje a Federico García Lorca de Silvestre Revueltas, se estrenó en España en 1937, en plena Guerra Civil y un año después de la muerte del poeta. La pieza, en tres movimientos -Baile, Duelo y Son- prescinde de las violas, los violonchelos y parte de la madera, devolviendo un sonido casi de banda, enfocado bien en la brillantez del metal o en la cuerda frenética y contrastada dada por violines y contrabajos, algo que sonó en el primer movimiento. Aunque el segundo fue probablemente el más interesante, con su obstinado oscilar de la cuerda y el piano y la errática melodía de la trompeta. Si la directora mexicana es una especialista en sorprender con los fuegos artificiales de una rica orquesta, aquí mostró una considerable maestría en construir un movimiento que crecía progresivamente, con delicadeza, pero generando una tensión hipnótica que nos deja con un sabor a enigma hasta el final. El movimiento conclusivo propone un clima más festivo, aun sin renunciar a sus disonancias y superposiciones rítmicas, donde dentro de ese vórtice aparentemente caótico, De la Parra supo imponer su criterio y dirigió con gesto claro e inequívoco.

La siguiente obra, la suite del ballet Appalachian Spring de Copland, cambió sensiblemente de registro: compuesta en 1944, también concentra elementos populares o recogidos de la música folclórica, pero se aparta de las distonías y de la feroz transfiguración de Revueltas, para plasmar un cuadro más apacible e incluso idealizado. Aquí, De la Parra desarrolló el material con sosiego, con un fraseo que permitiera destacar la riqueza del material melódico. También la atención por las dinámicas fue notable, yendo desde sonoridades camerísticas a un empaste equilibrado de gran orquesta. La obra mostró otra faceta de la directora mexicana que cumplió con una ejecución correcta, si bien algo más fría y menos personal que las otras obras en programa.

En tal sentido, Le Boeuf sur le toit, op. 58 de Milhaud retomó esa vitalidad a la que nos va acostumbrando De la Parra. La obra es un ejemplo de absorción y, al mismo tiempo, transfiguración de lo que en la época –hablamos de finales de la década de 1910– se entendía como ritmos brasileños. Escrita tras la estancia del compositor francés en Brasil, se propone como una pieza lúdica, de gran brillantez, en la que sobre todo el metal puede lucirse. De la Parra supo conjugar muy bien el carácter chispeante con los motivos más reflexivos, evitando la monotonía y proponiendo un interesante juego de contrastes. Cabe decir que es una obra que le calza como un guante a la directora mexicana, pudiendo llegar a considerarse su interpretación entre las más destacadas actualmente.

Se trató así de un concierto vital, rico de efectos, pero que también mostró una madurez cada vez más evidente en la batuta mexicana, capaz de dominar un repertorio interesante y a veces denostado, pero que entraña múltiples posibilidades y nos devuelve un periodo de creación muy rico por su variedad y efervescencia. Y obviamente el éxito del concierto dependió también de una Orquesta Nacional a la que se notó cómoda y divertida y donde sus principales solistas estuvieron en estado de gracia.  

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