En el Timeo de Platón, se afirma que “todo lo bueno es bello y lo bello no es desproporcionado”. Se perfila el valor ético de lo bello, pero se destaca el elemento de la proporción como clave de definición justamente de la belleza. Y bien, el programa del Sinfónico 21 parecía guiarse justamente por ese lema. Obras del clasicismo más icónico como son las de Haydn y Mozart, precedidas por una partitura elegante y elegíaca como es la de Vaughan Williams.
La obra inicial, Serenata a la música, que preveía la participación también del Coro Nacional se abrió discreta pero luminosa, con una sutileza en la cuerda realmente ensoñadora que empastó notablemente con la entrada del coro, sobre los versos de Shakespeare. Este estuvo acertado prácticamente en todo momento con la salvedad de alguna oscilación en la afinación de notas más altas. Bien perfilados los planos sonoros en la formación orquestal con pulcras intervenciones de la concertino, Valerie Steenken, una sección de viento aportando la evocación nocturna de la serenata, todo ello guiado por un Juanjo Mena atento, cuidadoso y medido.
El Concierto para violonchelo y orquesta núm. 2 de Haydn tiene algo de accidentado ya que no fue atribuido con certeza al autor y se pudo apreciar en su forma original hasta el descubrimiento del manuscrito en 1951. Es una página amable, de nítidas proporciones, compleja para el solista, sobre todo porque tiene que hacer que las figuraciones para nada simples fluyan con naturalidad. Isserlis conoce bien la obra y la perfiló con absoluta elegancia en todo momento, acompañado por una reducida Orquesta Nacional que dosificó bien sus medios para no romper el delicado equilibrio. Lectura moderada tanto en la elección de los tiempos, como en la gama de dinámicas, por lo general centradas entre en el piano y el mezzoforte. El chelista británico no se esforzó en emitir un sonido especialmente caudaloso, manteniendo el arco ligero, jugando con la agilidad de los pasajes y dejando algunas de las notas más dramáticas para la cadenza. Encantador el Adagio y algo más jocoso el Allegro final, para una interpretación casi de cámara, apacible, en la que, en mi opinión, algo más de mordiente la hubiera dotado de más dinamismo. En todo caso, fue coherente y bien construida.
La segunda parte estaba ocupada por la Sinfonía núm. 40 de Mozart, la penúltima del compositor salzburgués, para la que Mena incorporó una orquesta bastante nutrida, de manera claramente intencional, para resaltar la excepcionalidad de esta obra, que mira más al futuro que a la forma establecida por el propio Haydn. No deja por supuesto Mozart el ámbito de la belleza proporcionada, pero adquiere otra monumentalidad gracias a un conjunto de recursos, desde la tonalidad menor hasta los desarrollos más dramáticos o el personal lenguaje contrapuntístico que el compositor desarrolló en los últimos años. Todo ello estuvo presente en la lectura de Mena: desde el primer movimiento que sonó robusto, rico de contrastes, sin la actitud refrenada de la primera parte, pero dejando emerger todos los detalles que la partitura contiene. Más delicado y misterioso, pero de sonoridades plenas el Andante y máximamente pujante el Menuetto, sólidamente construido a través del juego de las voces. El final retomó las pautas del primer movimiento, conjugando la riqueza melódica con el impulso rítmico, con un resultado optimista y arrollador.
La visita de Mena a la ONE, donde es bien conocido y querido también por el público del Auditorio, fue notable en su conjunto, corroborando el excelente nivel de la formación nacional, gracias también a la participación de un solista de primera línea como Steven Isserlis.