Se presentaba, siendo estreno mundial, en los Teatros del Canal una versión de la célebre ópera de Purcell Dido and Aeneas con una prometedora conjunción entre el elemento escénico y coreográfico de Blanca Li, directora de estos mismos teatros, y la veterana aportación musical de William Christie y Les Arts Florissants. La obra ostenta el título de primera ópera en inglés, si bien envuelta en cierto misterio por carecer de partitura autógrafa y dándose por hecho que varias partes de la obra se han perdido; aun así narra la historia, inevitablemente trágica, de cuando amor y poder se solapan y cuando la voluntad de los mortales interfiere con la de las deidades.
Si hubiera que definir con pocos adjetivos la puesta en escena de Blanca Li, podríamos decir que es crepuscular, intensa y claroscural. La escena se abre entre luces tenues, el suelo (ilusoriamente) mojado y elementos sobre el fondo que resaltan la iluminación. Es una escena simple, con los músicos sobre ella y no en el foso, que tiende a abrirse progresivamente, aunque nunca llega a darse una luz plena que permita vislumbrar ciertos detalles tanto en los cantantes como en el cuerpo de baile. Este, formado por bailarines de la compañía de la propia directora de escena, constituía el valor adicional de esta propuesta con el objetivo de aunar danza, música y acción a través de la obra de Purcell. Y podríamos empezar justamente por este elemento tan característico para plasmar nuestras impresiones sobre esta versión.
El factor coreográfico aspiraba a ser el hilo conductor a través de las escenas, explicitando ese contenido concentrado que el libreto contiene. Para ello, Blanca Li ha elaborado un estilo ecléctico, por momentos acompasado, pero rico de elementos contemporáneos y en continua interacción con el espacio, especialmente con ese mar simbolizado por el pavimento encharcado (efecto óptico pero muy conseguido). Esto funcionó por momentos, ya que en ciertos tramos, la sensación era más bien de relleno, sin demasiada conexión con lo que la dramaturgia desarrollaba. Costó encontrar esa síntesis hasta bien entrada la obra, siendo más efectiva hacia los números finales. Además de los bailarines, la puesta en escena disponía a los solistas encaramados en unas torres, que si bien limitaban considerablemente sus movimientos, por otro lado contribuían a proyectar la voz eficazmente. El coro y otros roles secundarios se integraban en el espacio e interactuaban dando el dinamismo del que carecían las figuras principales.
Cabe destacar el excelente trabajo escenográfico de Evi Keller: a pesar de una oscuridad algo excesiva que no daba tregua, su trabajo con los paneles, una especie de tapices suspendidos, fue muy detallado, con texturas visuales muy originales y colores de gran impacto. Es una dirección de escena con personalidad aunque le falta equilibrio a la hora de componer los diversos elementos que la conforman y también que se resiente de cierta estaticidad a pesar del movimiento constante del cuerpo de baile.
Viniendo al lado musical, podríamos empezar por el reparto vocal que sin duda fue muy solvente. Desde los roles menores que aportaron las debidas notas de color y contribuyendo a ese universo sonoro inconfundiblemente barroco, a los solistas que desde la altura dominaron con soltura los diversos escollos. Lea Desandre ofreció una Dido refinada, con un voz de empaque robusto, capaz de dramatizar con el solo uso de la voz (estando prácticamente inmovilizada). También su fraseo fue exquisito, y la evolución del rol fue bien desarrollada hasta llegar a un conmovedor lamento final, seguramente lo más memorable de la velada. También Renato Dolcini, en el doble rol de Eneas y Hechicera, superó brillantemente la prueba, con un voz de bien equilibrada, balanceada hacia el bajo, pero nítida en todo momento y de bella tímbrica. El otro papel que estaba dotado de atalaya era el de Belinda de Anna Vieira Leite que al igual que sus compañeros solventó el papel con solidez, ofreciendo una buena entente con el resto de reparto, una voz correcta, aunque no muy caudalosa, pero siempre adecuada al papel. Una mención especial para el coro que con sus intervenciones redondearon un tejido sonoro por lo general detallado y sapientemente construido como era de esperar de un experto como Christie. Sin embargo, hubo algún momento en el que el conjunto instrumental tuvo ciertos desajustes, especialmente de afinación y de nitidez, que opacaron una prestación en conjunto de buen nivel.
En resumen, se trató de una dirección escénica ambiciosa con voluntad de marcar sus propios códigos aunque sucede a veces que por seguir con coherencia dichos códigos, se pierde la ligazón con la otra parte de la obra, en este caso la música. Faltó encontrar la esencialidad de los vínculos entre las partes en causa, dando una sensación de acumulación y de elementos que no encajaban demasiado. También la prevalencia de privilegiar una atmósfera, en este caso ese constante crepúsculo, sobre el dejar fluir del desarrollo dramático, hizo que el mecanismo no funcionara del todo.
Musicalmente el conjunto fue desde luego más coherente, buscando la naturalidad dentro del marco de interpretación historicista, y con algunas salvedades, cumplió con las expectativas, las cuales sin duda eran elevadas en una abarrotada Sala Roja de los Teatros del Canal.