El Teatro Real ha propuesto un eje shakesperiano para la temporada 25/26, tanto con algunas producciones escénicas como con versiones de concierto relacionadas con el bardo de Avon. Y por supuesto, en tal sentido, no podía faltar una de las obras más inspiradas como es el Otello de Verdi. Ya la temporada 16/17 se abrió con dicha obra, que ha sido repuesta con la misma producción de David Alden bajo la batuta de Nicola Luisotti.
El planteamiento escénico del director estadounidense parece insistir más en los estados anímicos que en el contexto histórico, creando una isla chipriota lúgubre, claustrofóbica, monocroma. Un lugar preeminentemente gris, ambiguo, decadente, donde destaca la ausencia de ley y prevalece la fuerza y discrecionalidad típicas del contexto militar. Aunque probablemente intencional, la permanencia casi intacta del decorado durante toda la ópera se hace algo fatigosa visualmente y termina por vaciarse de significado, justamente para convertirse en mero decorado, salvándose únicamente por acertados juegos de luces (a cargo de Adam Silverman), que proyectan las sombras amenazantes de los personajes, como si de sus dobles se trataran. También cabe destacar positivamente la dirección de actores y cantantes y su distribución proporcionada y bien dinamizada en el espacio escénico. Por lo demás, es una puesta en escena sobria, que no interfiere demasiado con la narración, y que enfatiza el continuum dramático de un libreto bien construido que no requiere especial artificio.
En el respecto musical, hay que destacar la inmensa labor de Luisotti y de la Orquesta Titular del Teatro Real. Otello es una partitura de importante calado sinfónico, con una orquestación imponente, realmente un salto cualitativo en la producción verdiana, en la que la parte instrumental cobra una especial relevancia. El maestro italiano brilló de principio a fin, confirmándose como una de las batutas más completas del repertorio verdiano. El sonido fue redondeado mas no abombado, robusto y límpido a la vez, tímbricamente diversificado, pero sin caer en el efectismo. Igualmente, el Coro Titular tuvo su protagonismo, y aunque comenzó algo desbalanceado e impreciso en la primera escena, se fue compactando y brilló tanto en los momentos más delicados como en los más concitados. Como ejemplo, debemos destacar la escena de la “adoración” a Desdemona junto con los impecables Pequeños Cantores de la Orcam, en el segundo acto, y la escena de la delegación veneciana en el tercero.
De entre los roles menores, destacaron la Emilia de Enkelejda Shkoza, un personaje que tiene su relevancia en la trama, y que musicalmente estuvo a la altura de sus intervenciones, especialmente hacia el final de la obra, con una vocalización limpia y buen desempeño en todos los registros; y en Cassio, Airam Hernández, quien posee un timbre muy cuidado y agradable, un fraseo elegante y una voz, que si bien es ligera, extrajo todo el jugo del personaje. En la triada protagonista, Viviani cumplió con un Iago más grotesco e histriónico que intencionalmente malvado, algo que no terminó de encajar a nivel dramático, mientras que vocalmente tuvo un desempeño constante, aunque sin alcanzar momentos especialmente memorables. Su escena más lograda fue quizá el cierre del segundo acto junto a Otello. Justamente el personaje que da título a la obra, interpretado por Brian Jadge, resultó el menos convincente. Hay que decir de antemano que es un papel muy difícil, tanto en lo dramático como en lo vocal: requiere brillar en todos los registros, exige un toque de brutalidad que raya lo incómodo y una carga psicológica compleja. Vocalmente Jadge apareció muy esforzado en las notas altas, llegando a ellas con una estructura sonora más bien plana, mientras que en el registro medio y bajo sonó algo opaco. Se desenvolvió mejor en los recitativos airosos, interpretando con acierto gestos y acciones, pero su presencia escénica no se caracterizó precisamente por un derroche de energía.
A otro nivel se movió la actuación de la Desdemona de Asmik Grigorian: la soprano lituana es una voz completa en todos los sentidos y responde a las exigencias dramáticas del personaje. Impacta especialmente la limpidez de la emisión, su pulcritud en el fraseo y su musicalidad, que dieron vida a un cuarto acto, con la "Canción del sauce" y el "Ave Maria", emocionante e hipnótico.
En suma, fue un estreno de temporada cargado de expectativas pero algo decepcionante: hubo elementos interesantes, tanto en lo escénico como en lo musical, pero prevaleció cierta sensación de rutina que se tradujo en una acogida más bien tibia, con la excepción de los ovacionados Luisotti y Grigorian.