La Real Filharmonía de Galicia ha querido honrar la memoria de F. Joseph Haydn en un programa dedicado enteramente a su figura. En pro de dignificar el legado sinfónico que compuso bajo la tutela de la familia Esterházy, se inaugura el concierto con una de las primeras sinfonías creadas al servicio del Príncipe −fechada en torno al 1761 y el 1765−. El reducido grupo orquestal, estuvo liderado por el concertino James Dahlgren quien además asume la labor de director, como se acostumbraba en la época. El equilibrio clásico de su interpretación maneja con serenidad al grupo, favoreciendo la recreación del ambiente palaciego, exquisito en ademanes sociales.
Parece que Haydn tenía cierta urgencia por saciar las necesidades musicales de Esterházy porque, en esta ocasión, prescinde del movimiento lento, habitual en el resto de sus obras sinfónicas. La Sinfonía núm. 25 en do mayor, Hob. I/25, con tan solo tres movimientos, renuncia además al timbre de la trompeta y de los timbales, sí presente en otras obras de esta tonalidad. El Allegro molto está precedido de una introducción lenta en tempo de Adagio donde la cuerda toma la iniciativa. La claridad melódica haydniana es precisa en sus formas y, la ejecución de la orquesta, fiel a su estilo. En el Menuetto el viento reducido a trompas y oboes, modula el carácter optimista con el que atacan los pasajes. El leve sonido del pizzicato potencia el brío aristocrático de ambos instrumentos en una charla reposada. No hay lugar para la aflicción, a pesar de los anecdóticos momentos más emotivos del movimiento Presto y todo el conjunto, evoluciona sin atropellarse hasta el final.
La interpretación del Concierto para violonchelo núm. 1 en do mayor, Hob. VIIb, fue lo mejor de la noche. Paulo Gaio Lima supo manejar la brillantez instrumental de Haydn en una caricia emotiva. La natural expresión de la pureza, la elegancia y la proporción del Clasicismo, estuvo embellecida por la libertad expresiva de su ejecución. El dominio de las dinámicas, que van del pianísimo más sutil a un fortísimo vibrante, la plenitud con la que aborda los acordes o el magnífico uso del vibrato, dosificado en intensidad, son las herramientas expresivas que aportan frescura al concierto.
En el Moderato se anticipa la agilidad rítmica que se exige en el último movimiento, aunque esta celeridad contrasta con el profundo lirismo de su solo. Los ritornellos orquestales, algo opacos en la expresión melódica, acompañan el sonido aterciopelado del chelo. La introspección del segundo movimiento nos permite disfrutar de la diversidad sonora de Paulo Gaio, de un dramatismo que no deja de crecer en esas largas notas repartidas por toda la partitura y que parecen no tener fin. Tras haber detenido el tiempo en el Adagio, la hiperactividad se manifiesta en todo su esplendor en el Allegro molto con esas semicorcheas brillantes, articuladas en toda su complejidad por el tempo eufórico que exige. El espíritu alegre final conquista la sala y, como no podía ser de otra forma −debido a los orígenes portugueses del chelista−, Gaio se despide con un fado acompañado de algunos miembros de la orquesta.