En un ambiente festivo, coincidiendo con la entrega a la Sociedad Filarmónica Lucense de la Medalla de Oro de la ciudad, y con la Sala de Columnas del Círculo de las Artes hasta la bandera, su temporada recibía a la Real Filharmonía de Galicia de la mano de Rubén Gimeno. El programa, muy contrastado y atractivo, se abría con el Divertimento para orquesta de cuerda de Bartók. Son pocas las oportunidades de disfrutar una obra tan crucial en el periplo vital del compositor, compuesta en la vísperas de su forzosa huida hacia el Nuevo Mundo. Claramente emparentada con la introspectiva Música para cuerda, percusión y celesta, sus melodías nacen directamente del folklore húngaro, pero este es solo un punto de partida para que el compositor exprese sus múltiples angustias existenciales.
Para dar vida a la partitura, con sus métricas tan variables, hace falta una dirección lúcida que mantenga un pulso rítmico regular y preciso y una orquesta compenetrada que permita que el discurso musical fluya entre las secciones con la máxima precisión y naturalidad. Tanto Rubén Gimeno como las cuerdas de la RFG estuvieron a la altura del reto, generando un sonido limpio, compacto y empastado, que enganchó al público de principio a fin. Igualmente, el cuarteto solista resultó exitoso en sus recurrentes intervenciones. Gimeno optó por una dirección sobria en el gesto y muy objetiva en su concepción, que realzó el carácter neoclásico de no pocos momentos de la obra. Únicamente en momentos puntuales, como por ejemplo en los pasajes más folklóricos del Allegro non troppo, se echaron en falta fraseos de arcos más amplios y evocadores, pero esto solo representa una mínima mácula en un contexto excelente. Un cristalino y extremadamente punzante Adagio en el que la impactante música habló por sí sola y un vertiginoso y extrovertido Allegro assai pusieron punto final a una excelente primera parte.
No fue tan exitosa la segunda, a pesar de contar con una excelente solista, la austríaca Birgit Kolar. Una parte del problema radicó en las limitaciones que la sala plantea cuando se trata de amplias plantillas orquestales, pues cuerdas y vientos quedan inevitablemente aisladas en lo físico y en lo sonoro en dos bloques diferenciados. Que un concierto de Beethoven arranque sin que sus seminales golpes de timbal sean audibles es algo que ya lastra de principio una interpretación. Tras la correcta introducción orquestal el problema llegó con la dificultad de integrar el discurso de la solista y de la orquesta. Fue un aspecto latente toda la velada, pero especialmente problemático en el exultante diálogo del Rondo final. Kolar estuvo especialmente inspirada en las cadencias, pero en su diálogo con la orquesta no consiguió elevar la temperatura de la interpretación. Más bien lo contrario, prevaleció la frialdad y el distanciamiento, sin entrar ya en sorprendentes problemas de afinación. En resumen, un Beethoven inexpresivo, que no expresionista, falto de nobleza y calidez.