El primer tercio del siglo XX fue sin lugar a duda el más vanguardista e innovador de toda la centuria, en lo que a las manifestaciones artísticas se refiere. La música no podía quedarse fuera de esta breve pero intensa oleada: algo que quedó patente en el Baluarte, el pasado viernes 16 de enero, con un programa centrado en la obra de aquel torbellino contemporáneo que fue Maurice Ravel.
A modo de obertura, la Euskadiko Orkestra Sinfonikoa tocó magistralmente la versión orquestal de la Pavane, op.50, de Gabriel Fauré. A pesar de la breve duración de la pieza, su ejecución dio la tónica al concierto creando el ambiente propicio para que, en la estela de sus notas, entrase en escena la polifacética pianista argentina Ingrid Fliter, a cuyo cargo corría la interpretación del Concierto para piano de Ravel.
Estructurado en tres movimientos, el Concierto en sol mayor alterna dos movimientos –el primero y el tercero– bulliciosos, en los que el piano dialoga con la orquesta y para los cuales Ravel se sirve del ritmo sincopado del jazz, con un segundo más emotivo, donde el piano hace prácticamente de solista, acompañado, en un primer momento, por la flauta y el oboe y, sucesivamente (tras un cambio armónico disonante), por el fagot y los instrumentos de cuerdas. El segundo movimiento fue, sin lugar a dudas, la cumbre de esta primera parte del concierto: el recuerdo musical de la costa vasca francesa en medio del frenesí norteamericano de los años veinte y treinta; la transición entre una armonía clásica y otra contemporánea.
La ejecución de Ingrid Fliter fue muy elegante (gracias también a la plena compenetración entre ella y la orquesta), tanto en lo concerniente a la técnica como en la interpretación. Sus manos se movían en el teclado con extrema soltura y delicadeza a la vez, descansando solamente para girar las páginas de una partitura que Fliter apenas miró. Vivió con intensidad la ejecución del concierto, dejándose llevar por las corrientes rápidas del primer y tercer movimiento, y acariciar por la dulzura del segundo. Fliter se mostró algo tímida al final de su actuación y parece que evitaba este importante contacto con el público y que cerraba el círculo entre ella y quien se emocionó escuchándola, y con el que el recuerdo del concierto queda grabado. Incluso a la hora de presentar la propina (una pieza de Joseph Haydn) prefirió delegar la tarea al director de la EOS, Jun Märkl.